ANITA
ANITA
Capítulo 1
La
recuerdo con tanta facilidad como si estuviera ante mí. Su cara
colorada y pecosa era transparente a las emociones. Aún así, siempre
regalaba sonrisas a todo el mundo, incluso a los desconocidos. Su pelo
rubio se le enmarañaba debido a que siempre se quitaba el pasador porque
le molestaba llevar cosas en la cabeza. Y sus pies parecían no tocar el
suelo cuando corría calle abajo, quizás debido a la ligereza de su
alma.
Ella me enseñó que la fragilidad es poderosa; y que lo mismo que el
agua, que penetra por los resquicios y horada la piedra más dura; también Anita cambió al corazón de quienes la conocieron, y les devolvió la capacidad de conmoverse incluso a los más fríos.
Aunque
han pasado más de veinte años desde que la conocí, y aunque no fueron
más de tres días de conversaciones casuales, su recuerdo me acompaña
desde entonces. Incluso hoy, que escribo sobre ella por primera vez, si
cierro los ojos, aparece ante mí con todo detalle, sonriéndome. Y sé que yo también cambié para siempre tras conocerla.
Porque
¿Podemos ordenar a nuestro corazón que olvide los momentos especiales? ¿O a nuestra mente que desaprenda el sumar y el restar?
Las personas somos capaces de hacer cosas increíbles, excepto una:
ponernos a cero y comenzar literalmente de nuevo como lo hace un
ordenador cuando se le resetea. Tanto si queremos como si no, estamos condenados a acumular nuestros recuerdos, y convivir con ellos; los buenos y los malos. Debe ser esto lo que
llamamos madurez.
En
el año 92, yo era un farmacéutico recién licenciado sin trabajo y sin
dinero. Nada nuevo bajo el sol. En uno de los numerosos cursos de
formación a los que asistí para matar mi más que abundante tiempo libre,
me encontré con mi amigo Alfonso, un compañero de carrera que había
conseguido comprarse una farmacia en un pequeño pueblo. A los pocos
minutos de conversación, me ofreció trabajo en La Aldea, un municipio
aislado en el norte de la provincia de Jaén, al borde de la sierra de
Despeñaperros, un territorio agreste y rodeado de bosque, con carreteras
serpenteantes y estrechas, y sorprendentemente aislado del resto, para
los tiempos en los que estamos.
–¿Te
interesaría hacerme una sustitución el mes de Agosto? -me pidió con
ojos suplicantes- mi mujer y yo cumpliremos nuestro primer año de
casados, y verás...necesitamos volver a saber qué es una ciudad y qué es
la gente. A los dos nos hace mucha falta...
– Alfonso,
¡La Aldea está donde Dios perdió el tambor!...-dije escandalizado- Todo
lo que tú me des se me irá en gasolina y en alojamiento.
– Yo
te solucionaré el alojamiento. Además el pueblo se te venderá llave en
mano. No te puedo pagar mucho, porque debo la farmacia entera, y tampoco
vendo tanto...
Yo
hice ademán de mirar hacia otro lado. Para que Alfonso se fuera un mes a
darse un respiro, yo tenía que morir literariamente hablando. Pero
mirándolo bien, por otro lado necesitaba añadir experiencia en mi
currículo.
–...Por favor... -Me volvió a decir con la mirada de un perro fiel- No encuentro a nadie que quiera hacerlo...
Acepté
al final. No por el dinero, ni por la experiencia que se me ofrecía,
sino porque tuve el extraño presentimiento de que debía hacerlo.
Por otro lado no tenía otra cosa a la vista y el mes de Agosto iba a pasar igual, hiciera lo que hiciera.
El
día en que Alfonso e Inés, su mujer se iban, llegué yo en mi coche,
justo a tiempo para despedirme de ellos y conocer su pequeña farmacia.
No hizo falta más tiempo, ya que él daba por hecho que si había algún
problema, yo lo solventaría sobre la marcha. En el momento en que su
coche desapareció entre los pinos, por la estrecha carretera, yo me di
media vuelta y me dispuse empezar a trabajar.
Aquel
día todo el pueblo desfiló ante mi, no porque necesitase algo, sino por
la imperiosa necesidad de saber qué les había pasado a Alfonso y a su
mujer. Una vez que satisficieron su curiosidad, saludaron cortésmente y
se fueron uno tras otro sin pedirme nada.
Cuando
llegó la noche y cerré la farmacia, me di una vuelta por las pocas
calles que conformaban el pueblo. A continuación me metí en el bar para
ver la televisión y cenar algo. Poco a poco las personas más jóvenes del
pueblo se me acercaron y se dieron a conocer. Y es que los pueblos
tienen hambre de habitantes jóvenes; rápidamente sus lugareños casan
mentalmente con alguna chica del pueblo al forastero de turno, y
viceversa. Al principio pensé que era por puro chismorreo, pero con el
tiempo comprendí que era una necesidad que ellos expresaban
inconscientemente: la de sobrevivir como comunidad, merced a nuevas
incorporaciones.
El
jueves hubo más movimiento de pacientes que otras ocasiones; lo cual
tenía su lógica, pues era el día de consulta en el pueblo, junto con los
martes. Entonces, todos los enfermos acudían con diligencia a su cita
con la médica a primera hora, y luego salían con las recetas extendidas,
a la farmacia.
Pero
cuando el reloj marcó las doce del mediodía, todo pareció de nuevo
sumirse en una especie de sueño en el que el pueblo parecía siempre
estar envuelto. La calle ante la puerta de la farmacia se quedó
desierta, y el silencio se volvió a apoderar de todo. Esto es común en
todos los pueblos aislados; el silencio en sus calles a media mañana;
apenas roto por el canto de los pájaros del bosque, que distaba unos
quinientos metros.
En
estas me encontraba, cuando el ruido de unos pasos de alguien corriendo
a la carrera fue en aumento, con un ruido como de palmetazos que se
acercaban muy rápidamente. Miré con expectación a la puerta y a la
vitrina, para ver quién era el causante de aquel estruendo que se
acercaba.
Finalmente
apareció ella abriendo la puerta con violencia. Era una niña con su
pelo rubio tapándole una parte de la cara enrojecida por el esfuerzo, y
limpiándose el abundante sudor con sus manos. Me fijé en sus chanclas,
comprendiendo cuál era la causa del ruido.
–...¡Mi madre viene ahora..! Yo me he adelantado- A continuación me obsequió una sonrisa inocente.
Así
conocí a Anita. Ella tendría unos trece años, pero su tamaño era
notable. Tan sólo era un poco más baja que yo. Tenía un vestido de color
azul gastado de corte muy sencillo, que le quedaba algo pequeño, y su
constitución era algo regordeta. Aquella sonrisa tan propia de niños más
pequeños me hizo comprender con rapidez. Seguramente tenía algún tipo
de deficiencia leve, porque su rostro tenía facciones muy armoniosas.
Tan sólo sus expresiones la delataban.
–¿Y Alfonso? ¿Dónde está? -me preguntó arrastrando las palabras, con lengua de trapo, y aire inocente y curioso.
–Alfonso se ha ido de vacaciones unos días. Y mientras estoy yo aquí -le respondí con una sonrisa.
–Oh, vaya...-dijo ella con aire de contrariedad.
–¿Qué te pasa?
–Que Alfonso siempre me daba un caramelo...- puso unos morros de desencanto como lo hacen los niños más pequeños-
Rápidamente
abrí el cajón del mostrador y saqué un par de ellos para ofrecérselos.
Ella corriendo los tomó, pero después, volvió y me devolvió uno con una
tristeza indisimulada.
–Mi mamá dice que no tome más de uno cada vez.
En
ese momento la puerta se abrió y entró su madre, una chica joven
vestida con un uniforme de una empresa de limpieza. No había más que verla
para reconocer los rasgos comunes en ambas. Pero la diferencia estaba en
que la madre era alta, esbelta, y sorprendentemente guapa. De no ser
por el cansancio que se notaba en su rostro, con sus ojos azul cobalto
hubiera pasado por una modelo disfrazada de mujer de la limpieza.
–Hola, buenos días ¿Alfonso no está?- Me preguntó mientras me daba dos recetas.
–Bueno, se ha ido de vacaciones este mes. Pronto estará aquí ...
–¡...Anita!
¡No te eches en el mostrador! -Gritó la madre sorprendida y enfadada.
La niña, que se había echado con todo su cuerpo y estaba con el tronco
en posición horizontal sobre la mesa, reaccionó cansina con un "jo",
para a continuación pasearse por los estantes y tocarlo todo.
–Ella es autista, perdona -Me dijo la su madre mientras la seguía con la
mirada- Es muy buena, pero es un poco irritante. Me llamo Silvia...
–Manuel
yo... - Ambos nos sonreímos con una leve inclinación de cabeza. No me
importa reconocerlo. Me puse nervioso. Si hubiera estado paseando por La
Castellana en Madrid, o en una discoteca de Ibiza y me hubiera
encontrado con ella, no me hubiera pillado de sorpresa. Pero en un
pueblo tan pequeño, parecía imposible encontrarse con una mujer así.
Miré las dos recetas del SAS: analgésicos comunes, pero en altas dosis.
Deduje que en ese momento tenía dolor, al ver cómo Silvia paseaba las
manos por su sien izquierda y soltaba el aire despacio.
–¿Te duele?
–Sí. No sé qué me pasa. La cabeza me va a estallar...
Una
vez que cogió la medicación, salió con un rápido saludo con su hija.
Las dos se fueron, ella con paso lento, y su hija dando vueltas a su
alrededor como un satélite. Posteriormente me enteraría en el pueblo de
su vida. Una de tantas chicas de pueblo que se marcha a Madrid, a probar
suerte, y una de tantas que vuelve a los pocos meses desengañada...y
embarazada. En el caso de Silvia, con su físico imponente, ella quiso
probar suerte en el mundo de la pasarela. Pero su aventura le duró bien
poco. Su nueva pareja se desentendió de ella cuando supo de su embarazo,
y Silvia dijo adiós a sus sueños para siempre.
Como
pareciera que las cosas no pudieran ser peores, su hija Anita fue
diagnosticada como Autista al año de nacer. Y en los años siguientes,
con poca diferencia entre uno y otro, los padres de Silvia también
fallecieron, dejándola a ella sola con su hija. No faltó algún que otro
pretendiente en el pueblo y los alrededores, pero la mala fama de la
madre unida a la deficiencia de su hija ahuyentaron al más valiente. Tan
sólo le proponían aventuras fugaces que ella se apresuraba en rechazar.
Capítulo 2
A
los siete días, una vez más coincidiendo con la visita de la médica,
todo el pueblo desfiló con sus recetas por la farmacia. Visita obligada.
Y una vez más, Allí apareció Anita, casi con diez minutos de ventaja
sobre su madre, que venía detrás.
–Mi
mamá está hablando todavía con la médica, pero ahora viene...-Me miró
en silencio, y supe que había algo más que me iba a decir- ¿...Puedo
contarte un secreto secretísimo para que no se entere mi mamá? -Su cara
inocente tenía un rictus de emoción que era contagiosa.
–¡Cuenta! -dije yo acercando la cabeza con un susurro.
–He ahorrado dinero para regalarle una cosa a mi mamá. Porque pronto será su cumpleaños...
–¿Y qué quieres comprarle?
–No sé...había pensado en una crema para la cara. La que tiene la ha roto con la tijera para sacarle lo que le queda....
Yo
miré con urgencia a las despobladas baldas de la estantería de
productos de belleza. En los pueblos pequeños no hay venta para estas
cosas, porque son caras, y porque tampoco son lugares para exhibirlas en
sus escasas calles, llenas de miradas suspicaces. Había una hidratante
con efecto lifting que por error de código Alfonso había pedido, y que
era incuestionable que por su precio jamás se vendería en La Aldea.
La
crema en cuestión era una Vichy Liftactiv + con un precio de ocho mil
pesetas. Cerré los ojos y lancé una pregunta a mí mismo. La respuesta me
vino y los volví a abrir. Me encontré con su cara a un palmo de
distancia, expectante y mirándome con la boca abierta.
–Esa
es la mejor que le va a tu madre. Te la dejo en ...-miré en todas
direcciones con teatralidad para asegurarme de que nadie más había en
ese momento en la farmacia-...¿cuanto dinero tienes?
Anita
sacó su monedero pequeño de plástico del"Todo a 100" con el dibujo del
ratón Mickey Mouse y las letras "Donald Duck" debajo; y sacó con rapidez
muchas monedas.
–Tengo quinientas pesetas. MI madre me lo ha dicho, porque yo me equivoco un poco cuando cuento muchas cosas...
–¡Bien!
porque te la dejo en doscientas cincuenta pesetas -mirando su cara
interrogante me apresuré a explicarle- ...es decir, ¡...es menos de lo
que tú tienes ahí...!.
Anita
se puso a pasear rápido en círculo ante mí moviendo las manos. Su madre
vendría pronto y eso le daba más nerviosismo. Yo estaba sorprendido
porque en vez de verla feliz, su cara tenía una tensión que no había
visto nunca. Parecía bloqueada y nerviosa, mientras gesticulaba y movía
sin parar sus manos.
– Es que...yo no quiero comprarle a mi mamá la más barata. Quiero comprarle la más cara-Dijo con un rictus nervioso.
–Pero ¿Por qué?
Ella me miró sorprendida por la pregunta. Y me contestó recelosa.
–Porque es ella...
Aquel
día, en aquel momento, yo también quedé marcado por Anita, lo reconozco. Ha habido
muchas personas que han dejado huella en mi; pero siempre han entrado en mi vida de
forma gradual. Sin embargo, Anita dinamitó la puerta de mi corazón y
entró en tromba para quedarse dentro. Sin preguntar ella; sin poder yo
ni pestañear. Y he de reconocer que hasta el día de hoy ella vive en mi, como lo hacen las personas que han sido importantes en mi vida. Y sé que
permanecerá siempre, hasta el día en que mis recuerdos mueran
conmigo.
–Espera. Voy a mirar al almacén. Creo que tengo otra que no está en oferta ¡y es más buena que esta!
Ella suspiró complacida, y miró hacia la puerta, nerviosa. Faltaba poco para que su madre viniera.
Yo me metí dentro, tras hacer como que buscaba algo, le saqué la misma caja.
–Esta vale quinientas pesetas, y es más buena
–Se parece mucho a la otra -me dijo ella con ojos aprensivos-
–No, pero es distinta. ¿no ves? aquí pone el signo "mas" -le expliqué, en una mentira piadosa.
–¡Ah,
es verdad! -Su cara se iluminó llena de felicidad imposible de
disimular- Pues me la quedo. ¿Me la puedes envolver para que parezca un
regalo? Es que a mí no me sale...
Me
pagó su dinero, que metí en la caja sin contarlo siquiera. Ya repondría
yo luego la venta de mi bolsillo. Total, siempre he tenido el mismo
dinero...
Con
mucha diligencia se lo envolví con papel de regalo, que ella se
apresuró a guardar en un bolsillito de su vestido. Justo entonces la
puerta se abrió, entrando su madre. Anita la miró feliz como si hubiera
hecho una travesura.
–Hola, ¿qué tal? -le saludé en tono alegre para disimular.
–Hola, buenos días -Silvia me respondió con cara de seriedad. No estaba de humor, se le veía a leguas.
–Mami,
¡Hoy no me he tomado ningún caramelo! -Anita rápidamente cortó aquella
atmósfera densa, pero su madre seguía como enfadada.
–¿Porqué te has adelantado y te has venido sola? le dijo casi en grito. ¡No sabía que estabas aquí!
–Pero mami...-se apresuró a decir Anita, aunque no supo qué decir
–Ahora te vas a casa y te quedas allí castigada. Ahora iré yo.
Anita
obedeció con los ojos llorosos y en silencio salió de la farmacia con
los hombros caídos y por primera vez, andando despacio. He de reconocer
que Silvia, que desconocía todos los desvelos de su hija por comprarle
un regalo, empezó a caerme mal. Le mantuve un frío silencio hasta que
ella me dio esta vez cuatro recetas. Yo busqué los analgésicos con
diligencia y me dispuse a dárselos en medio de un silencio mutuo.
Ella me dio la espalda, e hizo ademán de irse, cuando de golpe se paró y se volvió.
–Manuel, ¿puedo hacerte una pregunta?
–Claro...
–¿Qué son los marcadores tumorales? -me dijo mientras exhibía un papel con los bordes azules en la mano.
–¿Por qué preguntas eso?
–La médica me ha mandado ir a Jaén la semana que viene a hacerme una prueba.,,,Tumoral viene de tumor ¿No es cierto?.
Comprendí de golpe muchas cosas. Pero recordé qué era lo que se esperaba de mí en aquella
situación. Nunca se enseña en la carrera cómo enfrentarse a estas
escenas, pero me vi en la situación de hacerlo, siendo un novato en
estas cosas.
Lo
que vino a continuación fue una exposición por mi parte, con la máxima
cautela, sobre lo que el test de marcadores tumorales era. Se refieren a
un tipo de moléculas que acompañan a los tejidos tumorales, y cuya
presencia es la prueba de diagnóstico que generalmente, le dije, sirven
para descartar un tumor, y son análisis rutinarios. (A veces son
desgraciadamente positivos, pero evité decírselo. A nadie ayuda el decirle que su futuro es incierto)
Silvia
me contó que a ella le escamaba la premura con la que le habían
concertado la cita en Jaén; habida la cuenta de los tiempos de espera
legendarios que se gastan para cualquier prueba en el Servicio Andaluz
de Salud. También le escamaba unas extrañas luces que veía a veces,
...aunque cerrara los ojos.
Aquella
última cosa que dijo me dio la clave de porqué la médica le había
mandado la prueba con tanta celeridad. La posibilidad de un tumor
cerebral empezaba a abultar, pero no le dije nada. La discreción es
parte de la terapia entre el médico y su paciente. Y por supuesto, el
farmacéutico no debe romperla si con ello no va a mejorar en nada la
situación.
Si
antes Silvia me caía mal, casi a continuación empecé a admirarla. Ella
no sabía que tenía una hija maravillosa, cierto. Pero parecía ser que
pocas personas en el pueblo sabían de su vida solitaria y dura. Y ahora, también, de sus miedos ante un futuro tan
inquietante como posible.
–...Pero
el que te haya mandado hacerte la prueba, no quiere decir nada -Terminé
mi explicación- Tú haz lo que tienes que hacer, y deja que Dios haga su
parte.
–¿Te refieres a tener fe en Dios? -Me dijo ella con ojos desafiantes. Su mirada se tornó dura y encendida.
–Bueno...¿por qué no? -Dije sorprendido por la virulencia con que se revolvió.
–Yo
no creo en Dios. Para mí, mi fe es saber que la vida es una mierda
-dijo con vehemencia fiera- Y que la buena suerte, si es que la tienes,
te dura mucho menos que la mala.
–...A lo mejor lo bueno está por llegar... -dije yo, intentando aplacarla, sin saber cómo-
–¿Lo
bueno?¿Por llegar? -Me miró con una mezcla de desinterés y desprecio-
¿Puede Dios hacer a mi hija normal? ¿Puede Dios resucitar a mis padres?
Ellos trabajaron toda su vida y su casa ahora se la ha quedado el
banco!. Puede ser que yo me equivocara en mi vida, sí...¡pero no hice
tanto como para merecer esto!. Por eso sé que Dios no existe. ¡Y si
existe, es que es un cabrón!
Silvia
se fue con paso rápido, sin decirme adiós siquiera y quedándome yo con
la palabra en la boca y maldiciéndome por mi falta de reflejos.
Capítulo 3
Por
la noche, Alfonso me llamó, como solía hacer cada tres días, para
preguntarme por la marcha de las cosas. Inevitablemente terminamos
hablando de Silvia y de su hija. Y le dije todo lo que había pasado.
Alfonso me corroboró que Anita era un ángel. Y que si bien los pueblos
estaban llenos de suspicacia, a ella se lo perdonaban todo. No así a su
madre, a la que todo el pueblo la suponía merecedora de aquel castigo,
porque seguramente habría hecho más locuras de las que ella dice que
hizo. "La gente de los pueblos es así, Manu. Muy humana para muchas
cosas, pero también mezquina para otras" me dijo. "Los
padres de Silvia eran jornaleros comunistas de libro. Y así educaron a
su hija. Eran gente altiva".
El
resto de los días transcurrió con mucha lentitud, como corresponde a
los pueblos semiabandonados y alejados del resto del mundo. Por lo que
supe después, Silvia fue a Jaén, dejando a Anita con la maestra del
pequeño colegio del pueblo. Como era de esperar, los resultados
tardarían unas semanas. Y mientras, el mes de sustitución fue llegando a
su fin. El penúltimo día, Silvia y Anita vinieron a hacerme una visita,
a la hora en que nadie venía. Muy posiblemente esta hora no fue casual.
–Hola Manuel...quería hablar contigo -El semblante de Silvia era triste.
–¡Holaa!- Dijo Anita con cara alegre. Yo acerqué la mejilla a Anita
señalándomela con el dedo, y ella se acercó y me dio un beso sonoro que
se oyó en toda la manzana. Además de un abrazo con fuerza tan torpe como
sincera, que a mí me pareció el mejor que me habían dado en mucho
tiempo.
–Puedes llamarme Manu. Lo hacen todos -reanudé la conversación con Silvia, expectante.
–Vale -por fin sonrió- siento mucho el desplante del otro día...
–No hay nada de qué disculparse. Tú tenías tus razones.
–Sí.
Pero tú también tenías las tuyas, y no las respeté...-Se quedó mirando a
Anita, que como siempre lo tocaba todo en su ronda por los estantes, y
luego siguió hablando mientras la miraba a ella, que paseaba distraída
por las estanterías mirándolo todo.
–¿...Tú tienes que ver algo con el regalo que me hizo...? -me dijo discretamente.
–Bueno, ella lo pagó y ya está...-dije yo con una cara de inocente que no convencía a nadie.
–Manu
¿Crees que yo nací ayer? -Me contestó arqueando una ceja- Trabajo como
limpiadora en los hoteles. Pero antes de eso me dedicaba a otro mundo. Y
sé muy bien lo que es una Vichy liftactiv.
Yo me encogí de hombros y puse cara de circunstancia
–Estaba en oferta, ...
Finalmente ella habló
–Te
lo agradezco, pero no por el regalo en sí. Sino por lo feliz que
hiciste a mi hija al poder regalármelo. La alegría le duró dos días por
lo menos.
–¿Quieres decirme que a ti el regalo no te hizo ilusión? -sonreí mirándola de soslayo.
– Bueno,
un poco sí -Por fin me sonrió con picardía, por primera vez desde que
nos conocimos. Realmente era muy guapa cuando sonreía.- Muchas
gracias...
–...No hay de qué. Ha sido tu hija...-Dije sonriendo en un tono burlón siguiéndole la corriente.
Una vez más me miró. Esta vez no había mal humor, ni seriedad. Nos quedamos un breve instante en silencio sonriéndonos.
Finalmente
la magia terminó y se despidió. Llamó a Anita, que se acercó corriendo,
y además de besarme otra vez, me abrazó con fuerza y me dio otro beso
que hizo vibrar los cristales. Cuando las dos se fueron, pensé en los
besos que daba Anita. Como fuera dando besos así por el resto del
pueblo, a todos los dejaría como me dejó a mí, feliz sin ningún motivo.
Al
día siguiente- mi último día en el pueblo- Era el día de la consulta en
el dispensario del pueblo. Esta vez oí los pasos de Anita, pero a menos
velocidad que antes. Finalmente ella apareció ante la puerta, y la
abrió sin violencia.
–¡Hola Anita! ¿Qué te pasa hoy?¿No quieres un caramelo?
–No tengo ganas -dijo ella con un hilillo de voz- Traigo las recetas de mi madre, para que me des sus medicinas.
–¿qué ha pasado? -Dije con preocupación creciente, porque la cara de Anita decía a gritos que algo andaba mal.
–Que
mi madre ha ido hoy a la médica, y le ha dicho que está mala. Y mi mamá
se ha ido a casa llorando. Hoy no tenía ganas de ir conmigo a la
farmacia.
Lentamente
el alma se me vino abajo. Comprendí que las famosas pruebas de los
marcadores tumorales habían llegado por fin. Generalmente pasan meses y
meses sin que los pacientes sepan los resultados...excepto cuando éstos
son positivos. Entonces la rapidez cuenta.
Cuando
cerré al mediodía, busqué a la médica del dispensario para saber del
resultado de las pruebas. Pero ésta se había ido ya. Después intenté
saber dónde vivía Silvia, para despedirme de ella, y supongo, como
excusa para verla otra vez. Pero me contuve, porque sabía que ella no
tendría ganas de hablar con nadie.
Finalmente desistí de la idea y fui al bar del pueblo a comer, y por la tarde vinieron Alfonso e Inés de su viaje.
Los
dos tenían un aspecto magnífico y bronceado. Se les veía felices y
agradecidos conmigo. Los dos me invitaron a cenar en La Carolina, antes
de despedirse de mí. Alfonso me entregó en un sobre el sueldo, con una
pequeña propina. Y con mucho dolor, me alejé de La Aldea, pensando mucho
en Silvia y su hija Anita.
Así
pasó todo un año, en el que seguí buscando trabajo, haciendo
sustituciones esporádicas, y en fin, volviendo a cíclicamente a mi vida
de licenciado en paro. Pero a pesar de los días que transcurrían a mi
través, no pude olvidar a Anita. Y no quería reconocerlo, pero creo que
conforme se acercaba de nuevo el verano, intenté acercarme a la
posibilidad de volver a La Aldea; a que Alfonso me llamase de nuevo.
Finalmente me armé de valor y le llamé por teléfono, sólo por saber algo
más de ellas.
–...Las cosas han empeorado mucho en el pueblo, Manu. Anita ha muerto.
–¡Qué me dices! ¿Qué me estás contando?- ¿Anita, la niña ...? ¡Dime que no es verdad!
Aquella
conversación que empezó de modo casual y distendido se transformó en un
mazazo. No podía creer que aquello estaba pasando.
–...Ha
muerto hace unas semanas, por un accidente. Fue en La Carolina. Un
camión la atropelló y quedó en coma. Murió a los pocos días. Todo el
pueblo, tan indiferente como parecía, se vino abajo, Manu. Nadie pensó
que aquella niña era tan, tan nuestra. Todo el pueblo asistió al
entierro. Y su madre entre que había sido desahuciada y esto...estaba
rota de dolor...Todos creemos que Anita se hizo un lío con el color
verde del semáforo y el del muñeco de los peatones. Cruzó la calle y un
camión la envió al otro lado de la acera...se la llevaron a Jaén y
estuvo en coma una semana antes de morir. Todos pensamos que no
sufrió...
Me
senté mientras Alfonso continuaba hablando. Yo también sentí el dolor, y
por un momento imaginé el estado de su madre, Silvia.
–Alfonso, ¿Lo de Silvia no tenía arreglo?...tú sabes...
–No.
Intentaron operarla, pero tuvieron que cerrarla de nuevo. El tumor no
era operable. Y avanzaba a mucha velocidad. Cuestión de meses. Ella lo
sabía, y hasta lo aceptó con aplomo. Pero después ocurrió lo de su hija,
y se vino abajo.
–¿Y ahora? ¿Cómo está?
–....Pues
a eso iba, Manu. Silvia empezó a ir a la iglesia y se ha recuperado
mucho. Ya no tiene ese mal humor que siempre tenía. Parece otra...
–¿A la iglesia? -cuidadosamente fui tirando del hilo a Alfonso.
–...Bueno,
verás, los padres de ella eran comunistas de toda la vida. Y la verdad
es que ella nunca tuvo demasiadas razones para agradecer a Dios nada; ya
sabes. Pero Don Salvador, el cura de La Aldea supo por su compañero el
capellán de hospital que los días antes de la muerte de su hija, Silvia
rezó por ella todos los días en la capilla del hospital. Iba al
amanecer, cuando no había nadie, y allí se quedaba las horas muertas.
–...Pero al final su hija murió -sentencié yo.
–Sí.
es cierto. Y Don Salvador me contó que al día siguiente de su entierro,
cuando menos lo esperaba, oyó un ruido en la sacristía del pueblo. Era
muy temprano, y a aquella hora nunca había nadie...y cuando se asomó vio
una figura delgada esperando en la puerta. ¿Quién dirías que era?
–¡Silvia...! -contesté mecánicamente, mientras imaginaba la escena.
–...Ella
misma. El cura se acercó, sabedor de que ella nunca había hecho muchas
migas con él....y ella le pidió las llaves del cuarto de las escobas,
para empezar a barrer la iglesia....Desde entonces, Silvia ayuda en
todas las labores de la parroquia, y no se pierde una misa.
–¿Y cómo está ella ahora del tumor? -Pregunté yo con necesidad imperiosa.
–Ella
ya está en una silla de ruedas. El cáncer avanza en ella deprisa, Manu.
Ya le queda poco. No es la sombra de la que era, pero aunque no te lo
creas, antes estaba buenísima, pero es que ahora, que pesa cuarenta
kilos o menos...es que parece un ángel.
–¿Y cómo es eso? -Pregunté intrigado-
–No sé. Tendrías que verla, y me darías la razón.
Lo
cierto es que a continuación dejé caer con una maldisimulada
indiferencia, que quería hacer alguna sustitución en el verano, y que si
sabía algo acerca de ello. No lo puedo remediar. Ahora sé que desde que
me fui de allí, tenía en mente volver. Otra cosa es que no lo supiera
hasta aquel momento ni yo mismo.
Evidentemente
Alfonso me ofreció de nuevo la posibilidad de quedarme en su farmacia
el mes de Julio, como el año anterior. Creo que él era consciente de mi
interés también. Pero no dijo nada al respecto.
Último capítulo
El
primer día que llegué, las gentes del pueblo ya me reconocieron del año
pasado, y de nuevo todos volvieron a la farmacia para asegurarse de que
todo era normal. Me preguntaban si me había casado, si había tenido
hijos...
Aunque
la curiosidad por ver a Silvia me acuciaba, aquel primer día no pudo
ser satisfecha. Me di una vuelta por el pueblo, pero parecía que ella
hubiera desaparecido. También caí en la cuenta de que una persona con la
salud tan disminuida no tendría ganas de salir a la calle. Por lo que
decidí centrarme en lo mío, y dejar que el destino nos encontrase, si es
que estaba así escrito.
Esto
ocurrió dos días después. Cuando cerré la farmacia por el mediodía, me
di una vuelta por el pueblo semivacío por estar en tiempo de cosecha.
Estas son las ventajas que tienen los pueblos pequeños. Entonces, cuando
salí del bar del pueblo, me la encontré a la sombra de un árbol del
pequeño parque del pueblo. Don Salvador, el párroco la empujaba en su
silla de ruedas para que tomase un poco el aire. Ambos habían hecho
buenas migas al final, y lo que son las cosas, pasaron de ser dos
rivales enconados, a ser dos amigos.
Cuando
la vi, mi corazón se cayó al suelo. Estaba muy, muy delgada. Y su
cabeza estaba tapada con un pañuelo de color violeta, ocultando su más
que patente calvicie debido a los tratamientos de quimio. Pero sus ojos,
ahora sin pestañas, eran más azules que nunca, y su cara, aunque más
pálida, parecía brillar desde dentro.
–¡Manuel! ¡digo...Manu..! ¡Qué sorpresa! -me dijo con un tono de voz estropajoso y quebrado-
–¡Silvia! ¡Me alegro mucho de verte! -Apreté su mano con la mía. Estaba sin fuerza, y fría, como un pez muerto.
No
puedo decir cuánta emoción me embargó al verla. Ella parecía tan feliz,
tan normal...que no parecía que le hubiera pasado nada malo en su vida.
–Siento mucho lo de Anita. Me lo dijo Alfonso hace un mes, pero no he tenido modo de decírtelo antes...
–...Muchas
gracias- Una sombra nubló sus ojos- Fue duro, muy duro. Pero por lo
visto las cosas tenían que ocurrir así. Ahora ella es una niña normal
...ella tenía tantas ganas de ser como las demás...
Me sonrió con los ojos brillantes conteniéndose una lágrima.
–Bueno, ¿Y qué tal el tratamiento de lo tuyo, tú sabes...?
–...Se hace lo que se puede...-dijo con una sonrisa encogiéndose de hombros.
Aquella afirmación me dejó perplejo.
–Tu arrojo es admirable...
–¡Oh,
bueno!, Gracias, la verdad es que es fácil. Tú me dijiste cómo hacerlo,
y tenías razón. Hay que hacer lo que hay que hacer, y dejar el resto a
Dios.
Una
vez más, los dos nos quedamos mirándonos sonriendo. Entonces Silvia
dijo que podíamos seguir la conversación, si yo la paseaba. Don Salvador
quedó en verla más tarde, a lo que yo respondí que yo mismo la llevaría
a donde ella me dijera.
–Muy
bien, estoy en tus manos...-Dijo Silvia guiñándome un ojo- Llévame
donde quieras. ¡Don Salvador!, ¡Manu me lleva a hacer manitas! El cura
se volvió desde lejos y nos saludó con la mano abierta.
Silvia
arrastraba las palabras con esfuerzo, y tenía que parar de vez en
cuando para recuperar el aliento. Pero su nuevo tono de voz débil y
vacilante, escondía una fuerza aparentemente imperceptible.
–Me alegra encontrarte tan de buen humor, Silvia. La verdad es que temí que tantas cosas malas terminasen por hundirte.
Ella intentó volver la cabeza para mirarme, sin poderlo conseguir, y miró a su lado izquierdo mientras hablaba.
Tomó aliento, dejando oír un leve silbido de aire. Un silencio ocurrió mientras consiguió volver su cabeza y mirar mis ojos.
–Manu, ...creo que te debo una explicación.
Volvió
de nuevo a tomar unas cuantas bocanadas de aire y a beber unos sorbos
de una pequeña botella de agua que tenía en el lateral de su silla.
Continuó con un patente esfuerzo.
–Cuando
era niña soñaba con conocer al amor de mi vida, bueno, ...lo que sueñan
las niñas ...Pero ahora sé que aquel deseo se cumplió no con un
príncipe azul...sino con mi hija.
Asentí en silencio. Nos paramos en un pequeño parque desierto, como el resto del pueblo a la hora de la cosecha.
–...Nunca
pensé que lo que parecía una maldición, era en realidad todo lo
contrario. Anita creció a mi lado y ahuyentó de mi vida a todos los
hombres que no valían un duro. Ella cuidó de mí siendo la prueba que
ninguno superó. Y ahora sé que ella me ha protegido siempre. ...pudiera
parecer que estaba sola, sí. Pero la tenía a ella, y a mí misma.
Yo me senté en un banco de piedra, frente a ella en su silla. Un ataque de tos le dio y me apresuré a darle agua de la botella.
–Silvia, no tienes porqué seguir hablando hoy. Podemos seguir otro día.
–No.
Ahora -dijo ella con aquel tono vehemente con el que la conocí. Era
firme, pero su voz afónica se iba perdiendo por el esfuerzo. Y siguió
hablando.
–...Tras
la muerte de mis padres, y viviendo en un pueblo pequeño, me encontraba
muy sola. Tenía un trabajo de temporada a media jornada con un sueldo
de mierda, y nadie me trataba bien. Tanto mis jefes como mis compañeros
querían llevarme a la cama. Lo veía en sus ojos. Veía su falsedad. Tan
sólo había una cosa sincera que me esperaba con ganas a la salida del
colegio: Mi Anita. Nadie contaba las horas como ella cuando estaba en la
escuela, para estar a mi lado. Ella me abrazaba y me llenaba de besos,
los que nadie más me daba. Y por las noches, dormía a mi lado roncando a
pierna suelta, abrazada a mí...sí, roncaba como un camión. -dijo
sonriendo al suelo- Ella dormía y yo por primera vez en todo el día, me
sentía en paz a su lado. El banco tenía hipotecada la casa, y yo les
debía varios meses; siempre había algún payaso que me faltaba al respeto
en el trabajo...pero durmiendo a su lado, nada de eso me parecía
importante. Y yo entonces dormía a pierna suelta, cansada...feliz.
Aunque
yo no sabía muy bien el porqué de aquel esfuerzo en explicarme todo, la
verdad es que deseaba que no parase. Una vez más Silvia suspiró
profundamente y tomó aire de nuevo entre sibilancias y toses.
–...Entonces
me diagnosticaron el tumor...y dejé de dormir. Las noches enteras las
pasaba al lado de Anita, mirándola dormir, pensando qué sería de ella,
pensando, pensando...Nunca sabrás lo que es pensar, hasta que los
médicos te desahucien. Te lo aseguro...- Hizo ademán de alargar la mano,
y yo le ofrecí rápidamente un pañuelo de papel, que usó para limpiar
sus ojos. Prosiguió hablando despacio, con un empeño enconado por acabar
su historia.
–...Aquel
camión la embistió delante de mí, sin que pudiera hacer nada. Salió
volando al otro lado de la carretera y se quedó hecha un ovillo, como
cuando dormía conmigo...le toqué la cara, la llamé gritando con todas
mis fuerzas. Pero no despertaba...entonces me acordé de Dios....estuve
así abrazándola hasta que me la quitaron de las manos.
–Por favor, no tienes porqué seguir -le dije mientras le alargaba otro pañuelo de papel.
–...Si
no te lo digo hoy, temo que mañana no pueda...Se la llevaron en una
ambulancia a Jaén. Yo no podía creer que esto me estuviese pasando a
mí...-Su mirada se enlazó con la mía, yo le cogí la mano- Y alguien me
llevó al hospital. Ella estuvo en coma una semana. Los médicos me
dijeron que Anita tenía lesiones graves en la médula y en el cerebro, y
que si vivía, no sería la misma nunca más.
Volvió a tomar aire con aquel silbido alarmante, le ofrecí agua, que bebió con pausas para que no le diera tos. Y continuó
"...Yo
también entré en coma a mi manera. Yo viví en un limbo que iba desde la
capilla a la sala de espera...sin saber qué día era. Ya me habían
operado dos meses antes, y sabía que me quedaba poco tiempo.... Ni
siquiera me arrodillé ante Dios entonces. Pero cuando pasó lo de mi
hija, ...caí ante Él, Manu. Sólo una cosa Le pedí. Una cosa sola...y
Anita se fue..."
Por fin ella dejó de hablar, estaba visiblemente cansada por todo el relato. Yo no supe que decir. Me tomé un tiempo antes y tomé aire.
–Tengo que reconocer que no sé más que tú. A lo mejor tú tenías razón y yo no; los milagros no existen. Le pediste un solo deseo a Dios y te falló...
Silvia me miró despacio, y lentamente movió la cabeza a un lado y a otro.
–Manu, ...no...No lo has entendido...
Y era verdad. Todo lo entendí de golpe, sintiéndome estúpido por no haberlo visto antes.
Me incliné sobre su silla y la abracé con fuerza, notando su liviandad y
sus estertores, dejándola terminar por fin su historia entre sollozos.
–¡...Yo Le pedí que Anita muriera...! -
FIN
-Derechos Reservados-
Madre mia Manu....me has dejado sin palabras 😔
ResponderEliminarEncantado de que te guste. Gracias por pasar a leer.
EliminarMe sorprendió el relato , me quede sin palabras . Eres un crack
ResponderEliminar