LA LEYENDA DEL HOMBRE PERSEVERANTE


 

 

-Prólogo-


Cuenta una historia que existía en un pueblo un maestro juguetero que fabricaba juguetes mágicos, nunca repetidos; y tan especiales, que se decía que cambiaban para siempre la vida de los niños que jugaban con ellos. Un hombre entró  en su taller para comprar uno para su hijo, y el anciano de bigote cano le ofreció un puzzle  muy especial. El hombre observó la complicación de la imagen a construir, y le dijo al artesano — "Si a duras penas creo que pueda armarlo yo ¿Cómo lo va a conseguir un niño de siete años?"- El anciano le respondió guiñando un ojo con una sonrisa triunfal:
— "Ahí está la cuestión. Las piezas están hechas para no encajar nunca...-"




A menudo recuerdo esta historia, leída de pasada en algún sitio. Y pienso en aquellos que parecen haber nacido en un sitio equivocado, en un ambiente hostil a sus aptitudes, o sencillamente, con limitaciones físicas que les impiden cumplir su vocación. Y me pregunto si acaso todos nosotros no habremos nacido a propósito con un puzzle trucado bajo el brazo, imposible de armar por completo, con alguna trampa que nos obligue a rectificar las piezas con la tijera, a improvisar, a saltar por encima de las reglas...
Es verdad, no parece una teoría muy realista. Pero si no es así, si por eliminación tengo que elegir la otra alternativa; la que explica que nuestro puzzle está perfecto, y por tanto nos espera una vida en la que nada podemos hacer fuera de lo previsto para nosotros, sin ninguna posibilidad de hacer algo extraordinario, especial...; entonces elijo seguir creyendo que la primera opción  es la verdadera.



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Capítulo 1



No acostumbro a contar historias sobre personas ajenas, porque no es lo mío. Yo me dedico a otras cosas, pero esta vez he decidido escribir acerca de alguien normal. Alguien que partiendo de circunstancias poco propicias, se construyó una vida mágica y llena de alicientes.

Él se llama Martín, y os cuento su historia tal como él me la contó. Más o menos...

Cerca de Alcázar de San Juan, existe un pequeño pueblo, como tantos otros en toda España. Allí nació Martín, hijo de agricultores que trabajaban por cuenta ajena. El niño pronto aprendió la vida del campo, y tuvo entonces dos opciones, o amar aquello que veía, u odiarlo. Eligió lo primero, y como más adelante comprobó, fue una sabia elección, porque en cuestiones de amor,  hasta las cosas inanimadas devuelven lo recibido con intereses. El muchacho amaba a la tierra como una prolongación de sus pies, y cuando sus manos se hundían en ella para plantar esquejes, lo hacían con cuidado y curiosidad. Aquella curiosidad le acompañaría siempre, y se transformó con el tiempo en una necesidad apremiante de aprender.


Pero Martín niño también tenía que ir a la escuela, y aquí empezó su auténtico calvario. Por alguna razón, las letras se deshacían en su cabeza como el humo de un cigarro.
No tardó en volver todos los días a su casa con lágrimas en los ojos, tras haber sido el objeto de las  burlas de su clase. Una y otra vez suplicaba a su madre que le  dejase quedarse en casa. Pero sus padres eran implacables al respecto. Por nada del mundo querían que su hijo repitiera las vidas de ellos.

Pasaron los meses, y de poco o nada sirvieron que él estuviese permanentemente sentado en la misma mesa que el profesor. Él entendía el significado de aquella letra, en el momento en que Don Antonio se la explicaba. Pero cuando le tocaba leer sin ayuda, todo se volvía imposible. Su cerebro era incapaz de mantener el recuerdo de las formas, y las letras leídas se quedaban retenidas en su cabeza como el agua en un colador. Tras muchos días así, su maestro le entregó una carta para su padre.

Dos días después, su padre le acompañó a la escuela por la tarde tras las clases, y allí estaba Don Antonio esperándoles con solemnidad. Martín se retiró a un extremo del recreo solitario, sin niños, junto al árbol ya centenario y descuidado, y observó a los dos hombres hablar. La conversación técnica del maestro, y los monosílabos de su padre, que sostenía con un poco de vergüenza en sus manos su sombrero de paja, hizo sentir culpable a Martín. No se oía lo que hablaban, pero a juzgar por los leves asentimientos de la cabeza de su padre, supo que los argumentos del maestro eran de autoridad, frente a los de su padre, a quien nunca había visto jamás ordenar nada a nadie. Siempre había sido al revés, como jornalero que era.

Según el maestro, Don Antonio, Martín era un niño que no valía para los libros; "hay que conformarse, Joaquín..." -le dijo a su padre- "...Que no todos los niños valen para arquitectos. Alguien tiene que cultivar la tierra, o barrer las calles". El padre, taciturno como era, volvió a casa con el pequeño Martín en silencio. Una vez allí, le mandó a comprar tabaco sin filtro al estanco. Martín fue corriendo, y se volvió de lejos para ver a sus padres hablar en el portal de su pequeña casa. Nunca más le animaron a ir a la escuela o le castigaron por traer malas notas.

Ciertamente, en los meses posteriores, Martín acudía al colegio, pero Don Antonio ya nunca más le regañó,  ni le exigió nada; lo cual constituyó la más grande humillación que él sintió en su niñez. Desde entonces, poco a poco comenzó a odiar a la escuela, y a distanciarse de ella. Cada vez tenía más claro que lo suyo eran el trabajar, y empezó a acompañar a su padre en las labores del campo. Al principio, un día entre semana; y al final, cuatro días por semana. El poco dinero que cobraba venía bien en casa. Si bien, por las mañanas asistía a clase, Martín se convirtió en un convidado de piedra, que observaba todo sin participar en nada, y contaba los minutos para salir de allí.

Cuando abandonó la escuela tenía doce años. Un día en el que el pueblo cayó una lluvia torrencial de primavera, Martín se cobijó en la biblioteca municipal adyacente al colegio junto con sus amigos, y aquel ambiente nuevo y especial  le cautivó. El niño miraba a un lado y a otro estanterías llenas -repletas- de libros de todas clases, ...y el olor a hojas de papel, ...y el silencio. Y le pareció el sitio más acogedor y agradable del mundo. La bibliotecaria, una psicóloga en prácticas recién licenciada, reparó en los ojos grandes de Martín, que parecían querer absorber con avaricia todo lo que abarcaba su vista. No pudo aguantarse. Lo llamó.

— ¿Querías algo? -le preguntó divertida- Tus amigos se han ido ya y no te has dado ni cuenta.
El niño abandonó el limbo y lanzó una exclamación, lanzando una pequeña sonrisa de vergüenza.
— No, es que es todo...muy bonito. Y me gusta el olor a libros.
— Pues ya sabes; ven a menudo. La biblioteca está para eso....
— Es que no sé leer.
— ¿Cómo? —Dijo ella escandalizada— ¿Que no sabes leer...?
El niño la miró con sus ojos color avellana, muy abiertos, cogiéndose las manos y jugando con ellas, nervioso.
— No...Don Antonio dice que cuando sea mayor voy a ser barrendero o albañil...
— ¿Y tú? -le preguntó la muchacha en voz baja acercando su cabeza a la de él, invitándole al secreto- ¿Qué es lo que quieres?
— No sé. Yo no lo sé...
— Pero ¿A ti te gustaría saber leer?
— ¡Sí!, claro que sí, señorita.
— ¿Y porqué?
— Porque así sería un niño normal....

Martín tenía otra cosa que he pasado por alto. Desde siempre su sinceridad su humildad, que no servilismo, habían estado presentes en él. Y sus frases cortas y rotundas; sus palabras vehementes y francas a imitación de su padre, conjugaban su enorme nobleza con su nulo miedo al ridículo. Aquellas palabras emocionaron a la bibliotecaria.
— ¿Tienes que hacer algo por las tardes? -Preguntó la chica tras un silencio.
— No señorita..
— Pues podrías venir aquí los lunes, miércoles y jueves, que estoy yo. Quizá yo te podría enseñar a leer. Por cierto, me llamo Claudia.

Martín se quedó mirándola breves instantes, como esperando el fin del chiste. Pero al final, no dijo ni sí ni no. Simplemente se fue corriendo, no sin volver la cabeza varias veces, para asegurarse que aquella extraña chica no se reía de él. Pero Claudia le seguía mirando desde la mesa de la biblioteca, mientras Martín se alejaba.

— Yo me llamo Martín -le gritó desde lejos, cuando cayó en su despiste.
El lunes Martín no fue, porque había tenido que ayudar a su padre a fumigar el pequeño huerto que la familia tenía tras su casa. Mientras lo hacían, Martín contó la proposición de Claudia a su padre, el cual lo oía en silencio mientras mezclaba los líquidos en la mochila para fumigar. Cuando llegó el miércoles, su padre le dijo que por la tarde no le iba a necesitar.  El chico se fue con paso ligero hacia el pueblo, cuando la hora se acercó.

— Ya estoy aquí, señorita -dijo Martín con una mezcla de seriedad y timidez-
— Yo no soy tu señorita. Llámame Claudia..-
— Sí, señorita - Y a continuación el niño se tapó la boca al descubrir su fallo- ¡Perdón...!
— No tiene importancia, Martín. Y esta es tu primera lección para aprender a leer. No tengas miedo a equivocarte -Claudia vertió una sonrisa pícara a Martín, que tras unos instantes se la devolvió con una risita nerviosa. ¡Repítelo...!
— ...No tengo miedo a equivocarme...
Claudia puso su mano en el hombro, y lo acompañó a una mesa baja, en donde se sentaron los dos. Sacó un libro de cuentos con muchos dibujos y las letras enormemente grandes.
— Mira, hoy no quiero que aprendas. Hoy sólo quiero que te acerques a las letras. Fíjate en este dibujo...¿Lo ves bien?
Martín observó una imagen de una niña con un paraguas que iba por un campo verde lleno de flores, por un sendero, y le describió a Claudia la escena.
— Y ahora vamos al siguiente dibujo -Claudia volvió la página de aquel extraño libro — Descríbemelo como hiciste con el otro.
— ...La niña se acerca a un charco...-dijo dubitativo-
— Muy bien, ahora pasamos a la siguiente hoja, fíjate bien .-Claudia pasó la hoja con rapidez, y el niño vió la escena de la niña cayéndose al charco, que era de una redondez casi perfecta. Y sobre ella había una extraña letra, ilegible para él.
— La niña cayó en el charco -le explicó ahora Claudia- ¿Y sabes lo que dijo? dijo ¡..Oh!- Mientras pintaba con un lápiz un círculo en una hoja.
— ¡Oh! repitió Martín
— ¡Dilo en voz más alta, como si te hubiera pasado a ti!
— ¡¡Oh!! -el niño volvió a declamar el sonido con voz alta. Lo hizo tantas veces como Claudia se lo pidió. Pero las últimas veces  ella le pidió que al mismo tiempo que gritaba, pintase el redondel en el aire con su brazo. Finalmente los dos acabaron riéndose a carcajadas. Aquel día fue memorable para Martín, porque había conseguido aprender la letra "O"
— ¡Pero tú me dijiste que hoy no iba a aprender nada! -cayó en la cuenta.
— ...Te engañé...-Claudia le mostró una de sus más pícaras y cariñosas sonrisas- Segunda lección: Para aprender, el mejor momento siempre es ahora...¡Repite!
— ...Para aprender, el mejor momento es ahora...-Esta vez Martín lo repitió más deprisa y feliz.

Capítulo 2



Cuando Martín salió aquel día de la biblioteca, no había un alma más feliz en el pueblo. Sus pies apenas acariciaban la acera del pueblo, camino de su casa. ¡Ya sabía una letra! Y para demostrarlo, movía el brazo en un movimiento circular tal como Claudia le había enseñado. Ante su padre hizo la demostración de la historia de la niña que se había caído en un charco. Sus padres sonrieron en silencio.
Así pasó el verano, con los lunes, miércoles y jueves en la biblioteca, porque siempre Martín tenía la suerte de que su padre nunca le necesitaba en las tardes en que había quedado con Claudia. El hombre no le animaba nunca, pero jamás se rió de él, porque en su aparente frialdad de hombre de otros tiempos, también había un respeto infinito hacia su hijo.

Con el tiempo, Claudia le sugirió que en vez de mover los brazos para dibujar las letras en el aire, mejor moviese sólo sus manos. El niño comenzó a mover sus manos, para modelar el aire con ellas y hacer las letras. Finalmente le quedaría como firma residual el movimiento leve de sus manos cuando él leía, siendo un adulto.

Un día, Claudia le dijo muy seria tras la lección del día, que ella tenía que irse a otra ciudad, porque había encontrado un trabajo como maestra. Una lágrima contenida afloró en cada ojo de Martín.
— Pero ¿Qué va a ser de mí? ¡No podré seguir aprendiendo a leer!
Claudia abrazó al chico inmóvil, que se mantuvo rígido en silencio.
— Aprenderás tú sólo, como lo has hecho hasta ahora.
Yo te enseño. Pero eres tú quien aprende. Y lo has hecho gracias a tu perseverancia.- Martín se restregó rápidamente los ojos, mirándola con rubor.
— ¿No sabes lo que quiere decir?
Una vez más, como en tantas ocasiones, Martín puso aquella cara de sonrisa avergonzada, como cuando le preguntaban en la escuela cosas que no sabía, ante las risas de sus compañeros.
— No, no lo sé...-Bajó la cabeza con humildad-
— Quiere decir que crees en algo, y todos los días sin faltar uno, lo persigues, aunque nadie lo entienda o se ria de ti. Para eso hace falta tener fe en ti, y además, ...ser muy valiente.
— ¿Yo soy así...? dijo Martín mirando al suelo.
— Sí, sí que lo eres, Martín. Eres un chico muy tenaz, y capaz de todo. Sólo tienes dificultad para aprender a leer. Eso se llama Dislexia. Hay muchos niños a los que les pasa lo mismo. Pero una vez que aprenden, ya saben leer para siempre.

Claudia le dejó deberes, con historias y dibujos para todas las letras del alfabeto y le prometió que aprendería muy pronto a leer si era perseverante.
— Pero ¿Y si se me olvidan las historias y no estás tú para recordármelas?
— Pues te inventas tú unas mejores.
— ¿Yo? ¿Y yo cómo voy a saber eso?
— ¿Lo has intentado? ¿Eh...? Apúntate la tercera regla: Con imaginación y perseverancia todo es posible. Repítelo con tu boca.
— ...Con imaginación y perseverancia todo es posible...- musitó el niño, esta vez con tristeza.
Martín se rindió por fin. Le prometió que lo intentaría al menos. Lo que Claudia nunca llegó a saber es que le había dado una llave maestra: Aquel día, con su tercera regla, Martín había aprendido a aprender.

Claudia propuso a Martín que se despidieran desde lejos diciéndose adiós, como si fuese un juego; y así lo hicieron, desde cada esquina de la manzana. Martín no podía ocultar su tristeza cuando se fueron cada uno por la esquina opuesta. El niño nunca comprendió aquella forma de despedirse tan curiosa; nunca cayó en la cuenta de que su maestra en realidad, no quería que la viera llorar.

Claudia se fue, y vino el otoño. Y tras unos días en los que Martín sintió su ausencia en forma de frío y lluvia; volvió a su vida de siempre con su legendaria abnegación y algo de tristeza.
Todos los martes, jueves y viernes Martín iba a la biblioteca del pueblo, lloviera, tronara o hiciera sol. Y aburría al nuevo bibliotecario con preguntas, sin miedo al ridículo. 
Eloy, que así se llamaba el hombre, reparó en la extraña manía que tenía el chico, de gesticular con las manos mientras leía, escondiéndolas con disimulo bajo de la mesa.
Seis meses después, descubrió un cambio en él: sus manos ahora se movían veloces. Y el libro que empezó a leer el año pasado, -Moby Dick- ya lo llevaba por la mitad.
Martín cumplió su sueño de aprender a leer por fin, pero además hizo un crucial descubrimiento en su vida: el mundo nuevo y sin límites que se desplegaba ante sus ojos cada vez que abría un libro. Así conoció a Ismael y al Capitán Ahab; y a la corriente del Labrador. Y supo de la ruda vida de los tripulantes del  barco ballenero Pequod en busca de la terrible ballena Moby Dick, oliendo el fuerte olor a pescado en su cubierta, en mitad del frío viento del Atlantico Norte, y de su duro cielo gris. Y a esa vivencia le siguieron otras. Martín vivió cientos de vidas, y fue pirata, investigador, amante, guerrero y mil cosas más; todo ello gracias a los libros, que devoraba cada vez a mayor velocidad mientras sus manos gesticulaban  bajo la mesa a ritmos frenéticos, y con movimientos menos perceptibles.

Aprendió a leer tarde, pero eso realmente nunca tuvo importancia, porque recuperó el tiempo perdido teniendo a los mejores maestros de la humanidad haciendo cola al pie de su cama;  Hemingway, Thoreau, Balzac, y muchos más; que se sentaban todas las noches a su lado, y le enseñaban las más altas complejidades del pensamiento de los hombres. Todos ellos volvían a la vida cuando Martín abría sus libros, e iluminaban sus ojos, llenando su curiosidad insaciable por aprender... Cuando Mario Vargas LLosa, años después reconoció en una entrevista televisada que "Él sentía gozo cuando leía un buen libro", Martín supo muy bien qué es lo que quería decir, porque a él le pasaba lo mismo.

 

Capítulo 3



Martín dejó de ir a la biblioteca paulatinamente, conforme empezaba a comprarse sus  propios libros, y debido a su innata nobleza, y a que nunca guardó rencor hacia ninguno de sus compañeros de clase, no recuerdo un sólo lugareño que hablase mal de él. 

Y podría hablaros de su viudedad prematura, por culpa de un parto inoportuno de su joven esposa, o de sus andanzas para hacerse de un terreno de su propiedad y de cómo finalmente pudo pagar sus deudas al banco, pero me centraré en su hermosa tenacidad. En su inquebrantable fe, y en la proverbial capacidad que le sobrevivió de su niñez, de no olvidar sus sueños y darles vida cada día en su pensamiento, que es otra forma de definir la perseverancia..



Andaría Martín por los treinta años, cuando un día de navidad, un extraño viajero se quedó con el coche averiado en la gasolinera, colindante con las tierras y la casa de Martín. Al ser fiesta y estar todo cerrado, Martín le invitó a su casa a cenar algo. El hombre se lo agradeció, y sacó su guitarra del maletero.
— ¿Es usted músico?
— Bueno, intento vivir de eso, si es lo que quiere decir -dijo el joven con una mueca -Vuelvo a mi casa, lo he intentado, pero me rindo. En Madrid no hace falta un guitarrista de estudio más.
Tras la cena, el músico tocó algunos acordes. A Martín le pareció una cosa nueva. Un mundo totalmente desconocido se asomó a sus ojos y le saludó.

— ¿Yo podría aprender a tocar la guitarra?-dijo al músico sin disimular su nuevo deseo-
— Claro que sí. La cuestión es querer.
— Yo sí quiero -Martín le miró como un niño dubitativo-¿me puedes enseñar tú?
— A ver, Martín. Yo me voy en unas  horas. Es imposible aprender a tocar así. Se necesita mucho tiempo y mucha práctica...
— Por favor, enséñame algo. Aunque sea un poco sólo...
— ¿Ahora...?
— Ahora, sí.. el mejor momento para aprender es ahora...-respondió Martín, no sin cierta emoción, al recordar a Claudia.

Mario lo estudió detenidamente. No podía creer lo que estaba pidiéndole aquel extraño labriego. Pero luego pensó en que aquello no tenía nada de malo. "Total, ya que he fracasado como músico, al menos habré enseñado a alguien unos acordes..."

Las dos horas siguientes, Mario estuvo enseñando a poner las manos en el mástil de la guitarra. Las manos de Martín eran fuertes y disciplinadas, pero se dejaban manejar con docilidad y gentileza por las de Mario. Así, por fin le enseñó un par de acordes fáciles. Le pidió que los repitiese una y otra vez, hasta que fuesen algo natural. Martín asintió con vehemencia.

Mario, el músico, no se fue de vacío, porque desde que dejó a Martín, una nueva idea le rondaba por la cabeza. ¿Y si intentaba dedicarse a la enseñanza de la música? El hombre se prometió a si mismo pensárselo despacio mientras se alejaba de allí montado en la grúa.

Tras la partida del músico, Martín se añadió una nueva tarea. Todas las noches, cuando volvía a casa cansado de trabajar, se lavaba las manos con cuidado, y tras una cena frugal, se sentaba a tocar una vieja guitarra de segunda mano que consiguió en el pueblo. Y aquellos acordes repetitivos se sucedieron, día tras día. Experimentó enlenteciendo el ritmo, y aumentándolo. A veces el resultado sonaba peor, y otras mejor...pero cada nuevo movimiento se añadía al baúl de su experiencia. Hubo un día en que un temporal le sorprendió arando con su viejo tractor sin capota. Cuando volvió a casa empapado hasta los huesos, tomó una ducha, y  cogió su guitarra. Sus dedos se deslizaron con furia sobre las cuerdas de la guitarra. Sólo cuando pasó un buen rato, Martín observó que las notas le estaban saliendo sin pensar, y se estremeció. ¡Sólo necesitaba pensar en un sonido, y sus dedos  lo generaban automáticamente, deslizándose a la posición correcta!  ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Aquella noche estuvo tocando una hora más de lo habitual, porque tenía miedo de despertarse al día siguiente y comprobar que su nueva habilidad le hubiese abandonado.

 

Capítulo 4

Los días pasaron. Y una vez más, en un día festivo en que la gasolinera de Marciano estaba cerrada, un pequeño coche llegó con la gasolina en el depósito apenas suficiente para limpiar una corbata. Una mujer joven de ojos negros fue a la casa de Martín para llamar por teléfono, porque estaba anocheciendo, y le asustaba el permanecer sola de noche en una gasolinera vacía.

Conforme se iba acercando con el coche por el camino, observó que había una graciosa hilera de piedras blancas a cada lado, y que incluso alguien había plantado una curiosa variedad de hierba, que se asemejaba a una melena verde y frondosa que se derramaba sobre el camino. Empezó a reparar en la construcción cada vez más cercana. Todo estaba restaurado. Y un exuberante jardín de flores exóticas lo tapizaba todo: además de un muro de enredaderas  que trepaba por las paredes de la casa, dándole un aspecto tan acogedor como natural.

Un perro ladró y salió a su encuentro con ganas de jugar. La puerta se abrió y apareció un hombre alto y delgado, con ojos grandes color avellana. La mujer reparó en sus manos, grandes y proporcionadas.
— Hola...-Repuso el hombre con algo de timidez. En su voz no había desconfianza, tan sólo una curiosidad inocente que la hizo confiar de inmediato en el desconocido.
— Hola, buenas noches -repuso ella- Me he quedado sin gasolina...me preguntaba si tendría usted un teléfono para llamar a la grúa.
— Claro... — el hombre se apartó de la puerta invitándola—  ...pasa.

La chica entró en la casa, y lo que veía la hizo caer de sorpresa en sorpresa. Todo estaba restaurado, las paredes, pintadas con un tono suave de amarillo en un amplio comedor, para pasar a color rojo tierra en la cocina...con baldosas hidráulicas restauradas en el suelo, imitando a las de otro tiempo. Pero había una cosa que le llamaba mucho más la atención que todo aquello...

—... Sí, ya lo sé. Tengo que ponerme a ordenar los libros -atajó Martín-. Debería de deshacerme de algunos, pero una vez lo intenté, me puse serio y cuando terminé de decidirme cuál tirar, sólo escogí uno: la guía de teléfonos -soltó una carcajada.
— Dios mío, tiene usted libros por todas partes...- Reconoció por fin ella. Había una pila al lado de una butaca, dos torres más pequeñas de libros descansaban sobre la recia mesa de madera, y los estantes y los pollos de las ventanas estaban a rebosar. Y dos de las paredes estaban tapizadas con sólidos estantes de madera clara, de estilo nórdico, sin un sólo espacio para un libro más.
— Bueno, no los he comprado todos el mismo día -Se ruborizó Martín- Compro alguno de vez en cuando, y otros, los compro en lotes en la feria del libro de Ciudad Real. Los clásicos siempre los hay a muy buen precio si sabes buscarlos en internet...siempre hay alguna oferta...
— Pero la decoración de la casa, y estos muebles...
— ...Los hice yo, tomando las fotos de una revista de Ikea...Pedí las herramientas prestadas, y bueno; cuestión de perder algo de tiempo...
— Pero ¿Y las flores,... y esa especie de jardín japonés que tiene ahí fuera?
— Pues lo mismo, -Martín se puso colorado mientras se llevaba una mano a la cabeza - Tiene esto algo de brujería, siempre que quiero saber algo, se me aparece el modo de aprenderlo. Compro las semillas en el Lidl, y leo los consejos que vienen en el sobre para plantarlas...y hago experimentos. Al fin y al cabo, soy agricultor...-El hombre sonrió con timidez- Me llamo Martín.
— Yo Beatriz.

Una vez que Bea llamó a la grúa por teléfono, Martín la invitó a cenar. La compañía de seguros le anunció que tardaría unas dos horas, ya que era fiesta. Como postre, Martín le ofreció un yogur casero en una tarrina de barro.

— ¡Dios mío! ¡Qué bueno está esto! ¿También me vas a decir que lo has hecho tú?
— Sí. Es una cuajada casera con miel y nueces. Una vez la compré en el supermercado, y me gustó tanto que leí los ingredientes, y estuve haciendo experimentos hasta que aprendí.

Martín se levantó mientras hablaba y fue al frigorífico a buscar otra tarrina. El ruido de tintineo que hacía Bea con la cuchara dentro de la tarrina era una muestra del éxito en la cocina.
—¡Hum! — dijo ella a sus espaldas con la boca llena mirando la guitarra en una estantería — Y también tocas la guitarra...
— Bueno, eso lo estoy aprendiendo ahora.
"Coño con el hombre del campo..." -pensó ella para sus adentros-
Martín siguió hablando de espaldas, ajeno a todo
— ...Realmente tengo poco tiempo para todo, pero cuando vengo por la noche del campo, me siento y comienzo a tocar, y entonces, desaparezco. ¡Ya no hay Martín, sólo música! Y es cuando más disfruto del día.
Martín estaba hablando cuando percibió que el tintineo de la cucharilla con el recipiente de barro había cesado en seco. Se volvió extrañado por el silencio, para encontrarse con sus ojos negros. Ella había dejado de comer, y le miraba fijamente.
— ¿He dicho algo malo? -preguntó Martín con preocupación. Ella permaneció breves instantes ensimismada, como si no le hubiera oído; sin dejar de mirar a sus ojos.
— ¿Disfrutas aprendiendo?
— Sí, algo así...-reconoció con timidez.
La chica lo miraba en silencio, como estudiándolo con tanta curiosidad, como la que él mostraba a veces.
— ¿Querrías tocar para mí? -Dijo finalmente ella.
— ¿Ahora? Es que me da algo de vergüenza...
— Por favor ...-replicó ella en un susurro.

Martín miró a Bea y asintió con algo de rubor. Pero se encaminó hacia la guitarra, y la cogió. Se sentó y comenzó a tocar cerrando los ojos.
— ¡Son acordes de acompañamiento! -musitó la muchacha a los pocos segundos de oírle. A continuación se levantó como un resorte.
— ¿Dónde vas? -Dijo Martín
—  Ahora vengo. Tú sigue tocando.
Martín observó a la extraña visitante, que salió de la casa hacia su coche con ligereza. Cuando volvió, lo hizo acompañada de una funda negra con forma de violín.
— ¡Tú eres música! ¡Dios, qué vergüenza!
— Sí, pero no pasa nada. Soy concertista de Viola en la filarmónica, pero ahora vamos a tocar los dos juntos, tú continúa, y yo te seguiré.
— ¡Pero yo sé muy poco...!
— Tú hazlo como me lo has contado. Desaparece y conviértete en música. Yo haré lo mismo -dijo ella excitada guiñando el ojo-. ¡Yo también desaparezco cuando toco!

Martín comenzó de nuevo con timidez, y aprensión, mientras los ojos de ella le miraban con intensidad. Finalmente cerró los ojos y se dejó llevar como todas las noches. Bea se mantuvo inmóvil con el arco posicionado en la viola, buscando el momento adecuado para entrar. Y entonces, los acordes de la viola se unieron a la guitarra, formando una melodía envolvente, que los mantuvo tocando hasta que la grúa llegó y se llevo el coche. Bea se quedó con él tocando toda la noche.

(Sugerencia: https://www.youtube.com/watch?v=1jles3aPfeI)



-Epílogo-



Aquí termina este relato, y digo que termina, porque a partir de aquí todo es tiempo presente. Yo soy Bea, la narradora de esta historia. Y respondiendo a la pregunta que todos os estáis haciendo; ...sí. Desde aquel día no me he separado de él.

Desde muy joven, me he dedicado por completo a la música, y ahora trabajo en la Filarmónica nacional como concertista de viola. Mi vida profesional ha sido brillante, pero un fracaso total con las relaciones. Siendo muy joven, fui la pareja del director de orquesta, el cual tenía el ego de un campeón mundial de boxeo. Tras una ruptura sórdida en la que me prometí a mí misma que nunca volvería a salir con alguien de mi gremio, rompí mi promesa para estar con un compañero que era un niño prodigio al violín. Éste último era un genio en el escenario, pero un ser cobarde e inseguro fuera de él; un niño caprichoso que me abrumaba con sus manías y miedos, y que me hacía sentir culpable por mis faltas, y sobre todo, por las suyas.

Por eso, cuando pensaba que nunca más volvería a estar con nadie, cuando creía que ya lo sabia todo acerca de las relaciones, le encontré a él de la forma más tonta.  Y pasó lo que nunca pensé que ocurriría; que me reconcilié con el mundo de los hombres.

Tengo un trabajo increíble y sofisticado. He viajado a los sitios más maravillosos. He tomado café en una terraza en la Alexanderplatz, de Berlín; me he perdido por las callejuelas del barrio viejo de Praga y he hecho volar a las palomas de la plaza de San Marco, en Florencia...Pero ahora, cuando viajo con la orquesta, siento que estoy perdiendo un tiempo precioso sin Martín. Añoro los campos de trigo verde al atardecer junto a él, añoro estar a su lado montada en un tractor que tiene más años que yo -sobre todo ahora que he aprendido a conducirlo, me encanta-, añoro las noches con el ruido de los grillos sentados a oscuras mirando las estrellas, mientras hablamos de cualquier cosa. Ya no me impresiona el glamour ni el ambiente cultural de la orquesta. Y cuento los días para volver, porque mi mundo del trabajo que antes lo era todo, ahora me aburre. ¿Quién lo diría?

Mis compañeras me dicen "Querida, también de esto te cansarás...", pero yo sé que no será así. ¿Os habéis cansado alguna vez de ver amanecer? ¿Y de un cielo lleno de estrellas en el campo?  Yo ya sé porqué no se cansa nadie de esto: porque nunca es igual cada vez; porque la belleza es un estado en movimiento



Esto lo vi aquella noche en que le conocí a él y a sus logros. Una idea me estremeció y me iluminó como una revelación.
Al fin vi que lo que yo estaba buscando era eso: La felicidad en movimiento, la pasión de ir tras algo más grande que uno. Mis antiguas parejas eran sustantivos, pero él es distinto a ellos. Él es un verbo.

De alguien que persigue un sueño es muy difícil aburrirse; por muchas razones. Quizás porque, como todo en la vida, el sano entusiasmo también se contagia. Quizás porque es imposible aburrirse de quien a diario se reinventa un poco a sí mismo sólo por el placer de mejorar. O quizás es sólo porque me fascina la mirada de un hombre que persigue algo más grande que él. Las mujeres no dejamos de necesitar saber que nuestro hombre es alguien especial; alguien singular por sí mismo.

Nada hay más fascinante que un hombre fiel a sus sueños; que un hombre perseverante.



FIN




-Derechos Reservados- 
















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