EL PEOR MIEDO DEL MUNDO -Los cuentos del diablo III-





 
Una noche más de insomnio. Me senté en la biblioteca y mi mirada se perdió en las hojas que agitaba el viento tras la ventana. Una voz en el sillón del otro lado de la habitación me hizo dar un respingo. En la oscuridad, dos ojos verdes relucían, junto con el tintineo del hielo en un vaso.

¿Sabes cuál es el mayor miedo que un hombre puede tener?— me preguntó sin preámbulos.
No lo sé —respondí — ¿El miedo al Diablo quizás?
No... —Repuso El Diablo. Dio un trago a su copa y se quedó pensativo mirando al ventanal con tristeza—. Es el miedo a una vida perdida...








— Quiero irme dijo “El niño”.
―¿A dónde…?— Preguntó Fabián.
―No lo sé. Sólo sé que quiero irme. No quiero quedarme aquí…
El muchacho dio un trago a su botella de cerveza ante el silencio interrogante de Fabián y los otros dos hombres que le miraban inquisitorialmente. Los cuatro estaban sentados en el banco del parque, y esperaban a que "El niño" añadiera algo más.

Tras un breve momento, los tres mendigos a su alrededor estallaron en carcajadas.
— ¿Y cómo no te has ido ya? – Dijo el Tarta con sorna.
— ¡No tienes huevos… !– Añadió el Luisillo con media sonrisa.

“El niño” no se defendió. Las risas acabaron y volvieron a otros temas de conversación. Los cuatro hombres se citaban a diario en el mismo banco del parque. Todos tenían la tez morena por la vida a la intemperie; y todos rondaban los treinta y tantos, a excepción del “niño”, del cual nunca nadie supo cuál era su nombre real. Tendría unos veinte años. Veintiuno a lo sumo…pero para Fabián, el Tarta y el Luisillo, siempre sería “El niño”.

Por decirlo de algún modo, los tres hombres le habían adoptado hacía unos meses, y le daban sus mejores consejos de viejos bebedores; acerca de la cerveza, de la vida y las mujeres… Ellos veían la cara de admiración del muchacho cuando sentaban cátedra con aplomo en sus afirmaciones, y se sentían bien ante él. Les hacía parecer importantes.
Todos los días se reunían en el parque de Hontoria al anochecer, para beber en compañía. Caían varios litros de cerveza por persona en medio de una intensa hermandad entre ellos…Pero había algo que los veteranos callaban ante “el niño”.

“El niño”, aún no había conocido a La Bestia. De ella hablaban los tres alcohólicos cuando el muchacho no estaba. En lo que iba de año, dos parroquianos asiduos del parque y conocidos por ellos, se habían suicidado. Un barrendero encontró sus cuerpos fríos, tumbados en el césped del parque, con ojos vítreos mirando las estrellas y con las venas de las muñecas toscamente abiertas aparentemente con vidrios rotos.

Fabián, el Luisillo y el Tarta sabían muy bien que no habían sido simples suicidios. Había sido La Bestia, que acechaba en los momentos de soledad, y atacaba cuando nadie la veía. Además sus víctimas morían en el más espantoso de los tormentos. Porque —según sospechaba Fabián— ese monstruo se alimentaba del sufrimiento…

Los muertos eran conocidos en el ambiente homeless de la ciudad. Durante un poco tiempo la comunidad de se estremeció por el hecho; pero todos ellos eran de emociones breves. A los pocos días, casi nadie nadie recordaba ya los nombres de los finados.

Una noche, Fabián fue el primero que lo notó. El sitio del banco de piedra donde “el niño” siempre se sentaba, ya llevaba dos días vacío. Cuando el resto de la cuadrilla se reunió, hizo la pregunta.

—¿Y el niño?— Un silencio se hizo entre los otros dos socios.
—Mira que si se ha ido de verdad…—Respondió Luisillo al fin—


El silencio incómodo envolvió a los tres. Ellos eran hombres hechos y derechos, y nunca habían podido irse de aquel maldito banco del parque. Por una razón o por otra, todos habían terminado por rendirse. El banco del parque era su mundo y su asidero. Y también su jaula.
Fabián abrió su botella de litro. Le dio un trago y esperó que los demás hicieran lo mismo. Todos cumplieron el ritual sin decir nada. Le echaban de menos.

Llegó la media noche sin que apenas se dieran cuenta. Todos estaban pensando, no en “el niño”, que había conseguido abandonar aquel ambiente; sino en sí mismos. Miraban furtivamente al sitio vacío del banco, y retiraban la vista al sentir ese mismo vacío dentro de ellos. Mientras tanto, el inmenso parque se había despoblado. La oscuridad y el silencio comenzaron a hacerse notar. Y un extraño desasosiego envolvió al grupo. Todos lo notaron. Parecía como si algo inminente fuera a pasar.

Los tres sintieron como otras veces, una suerte de lucidez y pánico que iba creciendo en su interior. Entonces lo supieron: no era su imaginación. Era la presencia terriblemente real de La Bestia, que se dirigía hacia ellos a un paso cada vez más rápido y cercano.

La lucidez cada vez mayor, mezclada con un dolor sordo de remordimiento empezó a abrirse paso en el interior de los hombres. El miedo intenso empezó a aumentar dentro de ellos. Y las escenas más importantes de sus vidas desfilaron deprisa ante sus ojos.
La culpabilidad sin paliativos, el dolor de la soledad y la súbita conciencia de la pestilencia a alcohol y a sudor de semanas, acabó por hundirles la vista en el suelo. Los tres evitaron mirarse entre sí.

Instintivamente bebieron con urgencia, con desesperación. El alcohol era lo único que podía ahuyentar a la bestia. Tenían que darse prisa antes de que la lucidez de verse a sí mismos tal cuales eran, les quitase las ganas de vivir.
Por fin, el alcohol apareció con exasperante lentitud en sus venas, salvándoles una vez más, en el último momento, del monstruo de sus pesadillas, que se difuminó en un viento de neblina con olor a alcohol…

La terrorífica Bestia les había rondado otra vez. Esta vez estuvo muy cerca.


FIN




Manuel Valenzuela Martínez

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