EL DESPERTAR


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Alberto apagó su cigarro en el borde del arriate del parque en donde esperaba a su novia. Quince minutos de retraso. Y ayer fueron veinte...Y el móvil de ella sin funcionar…

El muchacho miró a un lado y a otro para intentar divisar a su novia, como siempre. Pero tan sólo vio el constante trasiego de personas que iban y venían, en el parque de La Victoria, en Jaén. Capital del Santo Reino de la placidez, en donde nunca, nunca ocurre nada.

Se fijó en la colilla que tenía apagada entre sus dedos.  Alberto había tomado la costumbre de tirarlas siempre en el mismo sitio; en un hueco existente en el seto de Boj por encima de su cabeza, que tapizaba uno de los muros del parque. Tiró la colilla en su interior distraídamente y siguió pensando en sus cosas. No es que fumase mucho, pero le ayudaba a no parecer un tonto ridículo en una espera ya cotidiana de cada día.

Alberto siempre le recriminaba con enfado a Adela el llegar tarde. Pero ella sabía de sobra como manejar sus quejas. Un beso en la mejilla, una sonrisa, y a continuación se daban la mano para pasear, y se convertían en una pareja más de novios al uso que van por las calles de Jaén. A veces se sospechaba manejado por ella y por sus sonrisas, y acababan atendiendo todos los compromisos de ella: salir con sus amigas el sábado, con sus primas el domingo… esa rutina adormecedora en la que se sume la gente, y pierde la noción del tiempo; de las horas. Y hasta de los años.

Veinte minutos tarde. El muchacho meneó la cabeza de un lado a otro tras mirar su reloj. 

Un grito infantil le sacó de su mundo. Un grupo de niños le llamaron "señor" y le pidieron ayuda para rescatar un gorrión  que se había caído de su nido, y que revoloteando a duras penas, se había metido entre el boj. Alberto miró a donde le señalaban.  Justo en su cenicero secreto...
Para no hacer daño al animal, decidió trepar aprovechando unos salientes de la pared tras el seto.
Cuando llegó arriba y miró en el interior de su recóndito almacén, una sensación de pasmo se apoderó de él. Además del pájaro, todo el hueco del boj estaba lleno de colillas. Tres meses saliendo. Casi cien cigarros. Cigarros de espera matando un tiempo inútil. Un tiempo en espera.

Lentamente sacó al gorrión de allí, y de acuerdo con los niños, lo lanzó de nuevo a la copa de un árbol cercano, para darle una nueva oportunidad. Los niños aplaudieron cuando el pájaro se perdió en la copa del frondoso pino. Alberto sonrió al perder de vista al animalito en su vuelo accidentado.

  Una vez que los niños se fueron, la curiosa escena de las colillas volvió a él. Alberto se negó a reconocerlo en un principio. Pero la imagen de su noviazgo y aquel depósito de colillas, se unieron en su mente; y un inquietante desasosiego despertó en él.
Empezó a recordar cómo comenzó a salir con Adela. Como ocurren las cosas –se explicó a sí mismo- se enteró de que a ella le gustaba;  él se le declaró; ella le dijo que sí…

Y recordando la historia, Su corazón despertó de un largo letargo y le hizo una pregunta, en un destello de lucidez: ¿Qué cosas especiales  recordaban haberse dicho? ¿Habían hecho algo digno de recordar, de evocar...? Y la tardanza de la respuesta que él  se intentó dar, le hizo sentir un desconocido pesar.

Alberto miró a un lado y a otro del parque con una sensación de incomodidad creciente. Adela aún no venía, pero seguro que ya debía estar al caer. Sin embargo, reconoció que la impuntualidad no era el problema. "No es eso, tienes razón...." –le replicó su corazón- "Pero ¿…Y llevar una vida atesorando colillas para siempre...?". Aquella pregunta le cambió el desasosiego por una sensación de urgencia que iba creciendo por momentos.

Un nuevo rayo de lucidez iluminó su mente. Si seguía esperando, quizás, las excusas de Adela, sus besos cálidos, su belleza, sus curvas, podrían adormecerlo de nuevo. No sabía cómo ni porqué, pero él supo que tenía que romper aquella rutina adormecedora, y escapar de aquel extraño campo de atracción. Y tal vez, tal vez, esa costumbre de actos vanos que unía a los dos, se pusiese a prueba. Además, siempre podía excusarse más fácilmente después…o no. No obstante,  el muchacho vislumbró con vértigo la alarmante  trascendencia de aquella decisión.

Miró a un lado y a otro de la carretera no sabiendo si cruzar  o no para abandonar el parque.  El semáforo iba a cerrar el paso de peatones. Su corazón le apremió a cruzar, pero Alberto vaciló. Finalmente el semáforo cedió el turno a los coches.
Alberto movió la cabeza y se dispuso a volver al parque cuando un conductor aminoró la marcha y le hizo señas para que pasase. Esta vez su corazón fue imperioso. Alberto cruzó saludando con la mano al desconocido conductor.

Una vez al otro lado comenzó a caminar, con paso vacilante al principio, y diligente después; perdiéndose entre la gente de la Avenida de la Estación. Y mientras caminaba, sintió que los colores le parecían más brillantes, los ruidos de la calle más definidos…como si acabara de despertar de un sueño. La calle de todos los días se le antojaba ahora como un nuevo universo. Y el caminar hacia ningún sitio, como una aventura en sus inicios.
No se dio cuenta de que llevaba un rato sonriendo mientras caminaba.


FIN
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