UNA CUESTIÓN DE SUERTE

    

 UNA CUESTIÓN DE SUERTE



 


 

Una noche más. Como casi siempre, los dos nos sentábamos enfrentados en el salón sin intercambiar una sola palabra. Tan solo rompía el silencio el tintineo del hielo en su vaso. Ambos nos hemos acostumbrado a las noches de insomnio, a ser dos rivales distinguidos que se combaten por el día y se dan tregua por la noche.

Aquella noche, estaba ensimismado en mis pensamientos, recordando la página de sucesos del periódico, en la que hablaba de personas con vidas difíciles y se me escapó en un susurro imperceptible: " La vida es cuestión de suerte..."

La voz prístina del diablo atravesó la oscuridad desde el otro lado de la biblioteca.

— ¿Quién te ha dicho esa gilipollez...?

 

 

 

 

 

Cada noche los cuatro se reunían en el Regina en torno a su barra. Cuando estaban juntos se sentían en familia, pero ninguno lo reconocía abiertamente, porque sería una muestra de debilidad. Ellos eran una parte esencial del local, al igual que su mobiliario pasado de moda.

 

El Regina se inauguró en el cincuenta y dos como restaurante de lujo, y desde entonces fue pasando de un dueño a otro sin ser rentable jamás, como si la ruina fuese una parte de su naturaleza. Finalmente, se convirtió en un salón de juegos; momento en el que perdió el último ápice de grandeza que le quedaba, y se convirtió en un antro que destilaba decadencia. Dejaron de frecuentarlo parejas para cenar, y en su lugar vinieron hombres solos y desaliñados que bebían y fumaban. En el verano, el local olía a tabaco y cerveza, mezclados con ambientador barato. Y en el invierno, las paredes humedecidas olían a moho, el olor del abandono.

 

Con el paso de los años, acabó transformándose en una cápsula del tiempo con decorado antiguo, que repelía a la gente normal, y sin embargo tenía un embrujo especial para los desahuciados de la vida. Como en una especie de pacto diabólico, el Regina les ofrecía un hogar seguro con cero reproches, a cambio de quedarse con sus vidas. Todos envejecían rápido allí, pero ni en sueños pensaban en irse, porque éste era el único sitio en donde nadie les miraba mal. Allí estaban a salvo de la gente normal, y de sus silenciosas miradas acusadoras.

 

—¿Cuánto te has dejado hoy? --Preguntó Callejón, echándole una mirada a la hilera de máquinas tragaperras frente a la barra.

Muñoz acentuó las ya marcadas ojeras de su rostro moreno. Hizo un esfuerzo aparente para pensar.

—Unos cien…

Callejón asintió en silencio mientras daba un trago corto en su copa. Sabía que no era cierto, que era por lo menos el doble. Pero no dijo nada, siguiendo la ley no escrita de la casa: ningún reproche.

 

 Muñoz


Muñoz era de baja estatura. También era albañil con larga experiencia en el paro. Estaba casado, pero no se le conocía otra vida social fuera del Regina. Su conversación era la justa y nunca discutía en las conversaciones, pero tampoco aportaba nada; por lo que no podía decirse que tuviera enemigos. Tanto Pino como Callejón se estrujaban la imaginación pensando bajo qué circunstancia su mujer podría discutir con él.

Alguna vez en su ausencia, llegaron a bromear sobre la posibilidad de que Muñoz no fuera real, sino un espectro que les daba conversación de vez en cuando. Nunca había sido visto en ningún otro lugar fuera del Regina.

  

Callejón 


Era Callejón un camionero jubilado y taciturno, de tez morena y profundos surcos en la frente. Lo de ser taciturno no le hacía destacar en el grupo, porque todos lo eran. Debajo de su costra de duro, había un hombre que huía de los conflictos. No que se rindiera ante ellos, sino que los evitaba antes de encontrárselos; porque desde niño desarrolló la extraña habilidad de verlos venir. Sabía perfectamente anticipar una pelea, o un compromiso incómodo que le obligara. Le bastaba ver la cara a unos y a otros; y se quitaba de en medio con tal antelación, que no parecía una huida. Nadie se percató nunca de su cobardía siempre vigilante.

 

No quería tomar grandes decisiones — excepto frente a una máquina tragaperras—  y dejaba que éstas se tomaran por sí mismas. Era mejor así, porque no quería tener remordimientos. Además, si algo salía mal siempre podía culpar a la vida o a la suerte, que para el caso eran lo mismo. Callejón aquí siempre recurría al mejor amigo del hombre, el chivo expiatorio.

 

Así, el día que empezó a tener fuertes dolores de espaldas y su médico le dijo que tenía que operarse de la columna sí o sí; Callejón se sintió violentado. No quería operarse, porque había una probabilidad —pequeña, eso sí— de que la operación saliera mal.

Cuando llegó el día de la operación, ingresó en el hospital con la camisa que no le llegaba al cuerpo. Esperó a que el enfermero viniera a por él y le sentó en una silla de ruedas rumbo al quirófano.

 

En el camino por los interminables pasillos del hospital, el celador hizo una parada para discutir un asunto sindical con otro enfermero. Callejón aprovechó el momento para levantarse de la silla con disimulo sin que nadie lo notara, y salir del hospital por su propio pie. Ni él mismo sabría explicar cómo llegó a tomar aquella decisión. Pero para él fue un triunfo de su filosofía sobre el mundo de los demás.

Cuando ya tenía cincuenta años, los dolores de espalda —y una impotencia que también evitó tratar, porque le dio vergüenza decirlo a su médico de cabecera, que era mujer—  no fueron a menos sino todo lo contrario, de modo que por una vez en su vida, decidió encarar la situación y tragarse su orgullo. Se presentó ante el médico especialista para decirle que ya estaba preparado.

 

“Ya no puede ser, Mario. Has desarrollado una insuficiencia pulmonar. Podrías no resistir la anestesia”

Callejón miró al suelo en silencio. Tras una larga pausa se despidió del médico con un adiós y salió sin hacer ruido.

 

Unos meses después, y tras interminables dolores que le impedían trabajar, presentó su solicitud de jubilación, a pesar de no tener la edad todavía, y de que su pensión sería más reducida por ello. Una vez más, su maravilloso chivo expiatorio salió en su defensa.

— Es la vida, que es así de jodía. Me ha tocado la mala suerte— le decía a su mujer evitando su mirada.

 

La misma frase la repitió a quienes quisieron oírle cuando le preguntaban. El hecho de que su ropa fuera siempre la misma, o que las manchas de la camisa se eternizaran, daban motivo de conversación en su ausencia, acerca de cuánto tiempo hacía que su mujer le abandonó.


Pino 

 

Pino, por último, era un taxista divorciado. Desde que su ex-mujer se volvió a casar, él vivía con su hija. Pero tras la última gran pelea que tuvieron, ella se fue a vivir con su novio hace más de un año. No solamente había dejado de hablarle, sino que además le odiaba. Esto último fue una gran sorpresa para Pino, que nunca pensó que su hija rompería el vínculo con su padre para siempre. Podía entenderlo de su mujer, pero no de su hija.

 

En sus escasos momentos de sinceridad, Pino admitía vagamente que quizás había estado demasiados años tratándola como una niña, y después como una criada; siempre sin la más mínima confianza en el trato. Entonces, en un arrebato de culpabilidad fugaz, se prometía a sí mismo que la llamaría y haría las paces con ella; pero siempre lo aplazaba para el día siguiente, y el otro; y así pasaban los meses.

 

— …Las mujeres no hay quien las entienda, y menos las hijas … — esto era lo que decía a sus tertulianos en el bar. Todos asentían entre trago y trago.

 

Como a Muñoz o a Callejón, a Pino le gustaba el juego. Ya llevaba tiempo con el picor en los dedos; aunque podía dejarlo cuando él quisiera. Por las noches, cuando tenía insomnio, la música electrónica de las máquinas recreativas sonaba dentro de su cabeza. Incluso alguna vez se sorprendió tarareándola.

 

Había cambiado. O al menos, sus costumbres, que lo habían hecho de forma tan sigilosa que apenas lo notó. Dejó de oír la radio, porque las tertulias le impacientaban y terminaba apagándola. En cuanto a la televisión, los programas de reality acababan irritándole; y el telediario lo dejaba a los cinco minutos. Incapaz de sostener la atención demasiado tiempo, tampoco tenía ya paciencia para ver una película entera, por buena que fuera; de modo que utilizaba el mando de forma compulsiva, y al final acababa tirándolo al sillón de enfrente con alguna maldición.

 

En cambio, su atención se despertaba cuando recordaba la música de las máquinas de juego. Se imaginaba delante de la máquina, dándole a la palanca, haciendo girar los rodillos de frutas y oyendo la música inconfundible del “Jackpot”, el premio especial  combinado que sólo  muy de vez en cuando ganaban unos pocos.

 

La última semana estuvo observando discretamente cómo el premio acumulado iba subiendo sin parar, hasta llegar a los mil euros. Pino llegó a la conclusión de que ya debía faltar muy poco para dar el premio…

Tras unos cuantos días de vigilancia expectante y tensa, Pino decidió que el día siguiente sería el momento de tomar acción. El premio acumulado era de mil ciento quince euros, algo no visto en mucho tiempo. Mañana sería su turno y se llevaría el premio. Casi podía tocarlo.

 

Esa noche la pasó despierto con la música sonando en su cabeza. No le costó ningún trabajo levantarse al amanecer, y madrugar para ser el primero en entrar en el Regina en cuanto abriera.

 

A las siete en punto, Pino saludó a Santi mientras éste abría la persiana, metiéndose en el local apenas sin dar tiempo a que las máquinas empezaran a trabajar. Sacó un par de billetes y los introdujo en el cambiador automático. A continuación fue directamente a por “su” máquina. La aventura comenzaba.

 

Para él, nada hay como la adrenalina liberada en el torrente sanguíneo cuando se apuesta fuerte, los segundos que siguen antes que los rodillos dejen de dar vueltas…todo se vive tal intensidad que el resto del día deja de tener importancia. Es el riesgo del todo o nada, como escalar a pulso una pared vertical a mucha altura. Da igual que la cuenta corriente quede en números rojos a mitad de mes; ya lo recuperará con dos días de trabajo duro. Pero cuando gana, siente que él está al volante, aunque la suma de esos momentos cumbre no sume más de cuatro días en toda una vida.

 

Casi todos los parroquianos asiduos al Regina comparten esa sensación; la emoción máxima de apostarlo todo. El premio no es tan importante como engañar al Karma, o lo que es lo mismo, ganar algo bueno sin merecerlo; por llevar una vida llena de asignaturas suspensas.

 

 

Tenía una fila de monedas de euro en una mano y con la otra le iba dando al botón de juego. Lo hacía con rapidez precisa, metiendo las monedas; evitando pausas, haciendo que los rodillos acortaran sus movimientos. Ocasionalmente obtenía premios menores, pero el saldo final siempre era en contra suya. Perdía más de lo que ganaba y tenía que ir a la barra a cambiar más billetes.

La máquina, tonta no era.

 

Cuando llevaba una hora, sintió en su espalda las miradas de la gente. Tampoco le molestaba porque él había hecho lo mismo los últimos días. Para evitar tentaciones ajenas, Pino empezó a jugar a la vez en las tres máquinas interconectadas frente a él. Sólo faltaría que viniera cualquier "primo", echase un euro a la máquina de al lado y se lo llevase todo. Los demás le respetaban y no jugaban...siempre que no abandonara. Momento en el que caerían como buitres para jugar el acumulado.

 

Ya sería media mañana, aunque no lo sabía bien. Había perdido la noción del tiempo; pasaba siempre que jugaba. No sería la primera vez que cuando salía del local, descubría asombrado que ya era de noche. Esta vez el premio se le estaba resistiendo. No sabía qué hora era, pero al menos aún era por la mañana, o eso suponía.

 

La máquina seguía imperturbable con sus movimientos programados. El girar mecánico de los rodillos con frutas pintadas, hacía que se pararan en combinaciones endemoniadas, que siempre eran premios menores. El tiempo pasaba y ya la mitad del día se había ido. Vagamente Pino empezaba a arrepentirse por llevar medio día de trabajo perdido en el salón.

Empezó a sentir el cansancio, porque el juego es agotador, aunque no lo parezca.

 

"¿Cuánto te queda, hija de puta?"

 

Así pensaba mientras seguía echando monedas. Un momento después se arrepintió, ¿Y si la máquina le había escuchado y tenía vida propia? En momentos como éste, afloraban las supersticiones. Todos los jugadores tienen las suyas, como las tienen los toreros, los alpinistas y todos aquellos que viven el riesgo.

Temiendo en su más secreto pensamiento que la máquina tuviera vida propia y le hubiera oído, dejó de insultarla. Al cabo de un rato se sorprendió a sí mismo rezando. Le hablaba a la máquina en una letanía imperceptible, en la que apenas movía los labios. Como en un esperpento litúrgico, acabó rezando a la máquina como si de una santa  se tratara.

 

Ya llevaba mil doscientos euros gastados en la puta máquina. Pino tenía que recuperarse ganando el premio, como fuera. El premio era inminente, pero no compensaría el dinero invertido para obtenerlo, aún así siempre era mejor eso que abandonar ahora mismo. No podría aguantar el dejarlo ahora y enterarse al día siguiente que un prenda cualquiera se había llevado el premio por casualidad, echando sólo lo que le sobró del café...

Había pedido a Santi que le guardase la máquina mientras iba al cajero para sacar más dinero.Volvió en cinco minutos, con el rostro lleno de tensión. No podía tardar mucho más tiempo, porque alguno de los parroquianos habituales acabaría jugando en su ausencia y se llevaría el premio principal.

 

Cuando Pino volvió, los buitres estaban disimuladamente más cerca de las máquinas. Si hubiera tardado mucho más, seguro que se hubieran puesto a jugar.

Su cuenta del banco ya estaba en números rojos.

 

Muy posiblemente ya era media tarde y Pino seguía allí. Ni siquiera sentía hambre. A pesar de que la máquina daba premios ocasionales, el dinero último que tenía en la mano empezaba a agotarse. Quería irse a casa a dormir, pero no lo podía dejar; no ahora. Ya tenía que seguir hasta el final.


Al ir pasando el día y sin que el puto jackpot saliera, una angustia empezó a apoderarse de él. ¿Y si no lo conseguía? ¿Y si volvía a su casa habiéndose gastado casi todo su sueldo y sin haberlo conseguido? Y lo que era peor. ¿Podría resistir mucho tiempo sin dinero? Ese pensamiento se fue y vino otro: ¿Qué pasaría si otro saca el premio en vez de él? Ahora el sentimiento que prevalecía era de orgullo herido.


De repente, ocurrió. La música especial de Jackpot sonó tocando una melodía larga y estridente mientras las monedas salían sin cesar por la bandeja. Pino respiró hondo, mientras los comentarios a sus espaldas exclamaban. "Nunca he visto un premio tan grande" "¡Coño, Pino...!" Alguien le dio un golpe en la espalda mientras Pino terminaba de esperar las siguientes jugadas que completaban el premio: Mil seiscientos quince euros. Lo casi nunca visto en el Regina.


Muñoz, Callejón, el Chato y Pepe el Lirios, éste último con el nombre ganado a pulso por el gusto por la ginebra de garrafón; todos le felicitaron. Pino se sintió una leyenda en aquel pequeño universo. Les invitó a una ronda, como era de rigor. Ningún trago sabe mejor que el de la victoria.

Salió del Regina sudoroso y cansado, muy cansado. Era ya de noche, y estando hasta el culo de cubalibres, resolvió dejar su taxi en el aparcamiento y volver a su casa andando. Mañana se ocuparía de él.

Mentalmente iba haciendo cuentas sobre el balance de su última aventura. Aunque el premio había sido enorme, no compensaba con los mil ochocientos euros que él se había gastado para salir lo menos abollado posible. Mañana iría al banco a ingresar el dinero del premio. Un escalofrío le recorrió la espalda. Había estado cerca de quedarse completamente sin nada. Muy cerca.

 

Viendo cómo las baldosas se acercaban para perderse bajo sus pies, se hizo una promesa solemne. Esta noche sería la última. Nunca más volvería a poner los pies en el Regina. En su interior crecía una desesperante necesidad de dejarlo todo para comenzar de cero.Tenía que alejarse del Regina antes que el Regina acabara con él. Asintió con vehemencia mientras caminaba solitario por la calle.

Eso haría.

 

No se dio cuenta lo agotado que estaba, hasta que abrió la puerta de su casa. Ni se lavó los dientes, ni cenó. Se echó encima de la cama, que estaba sin hacer, y apagó la luz. En la penumbra, los muebles del dormitorio le observaban como testigos mudos. Pino sintió su olor a sudor y alcohol.

 

Amaneció, y los rayos de luz de la persiana fueron creciendo dentro del dormitorio. Pero Pino estaba aún bajo los efectos del Zolpidem que había tomado para dormir, así que hasta las diez de la mañana, no pudo abrir los ojos.

 

Se levantó para ir al baño. Sus pies tropezaron con su ropa, tirada por el suelo sin ningún miramiento la noche anterior. Como en un rumor sordo, la vista del abandono de su casa, el olor en la cocina a basura de varios días, y la foto de su hija en el salón; le recordaban que tenía cosas pendientes que hacer. Pino tomó nota mentalmente y la archivó en el lugar de su cerebro en donde guardaba sus notas mentales en espera. Tenía en su mente armarios y armarios llenos de ellas.

 

Debería sentirse feliz de haber ganado el premio combinado de mil seiscientos euros anoche, de haber sido el héroe de la noche ante los demás parroquianos. Pero en vez de ello, sintió un vacío que no cedía con nada. Poco le había durado la alegría del premio. En su lugar tenía aquello una vez más, esa maldita sensación de malestar persistente que más bien le daba miedo. Porque parecía un aviso de algo.

 

Pino recogió su coche, y condujo hasta la parada de taxis que le correspondía aquel día. Tenía que recuperar el día entero que perdió jugando. El trabajo del taxi no es saludable, porque obliga a estar sentado todo el día aunque uno no quiera, a fumarse dos paquetes y tomar seis cafés en el día. Aparte de la maldita espera en la parada…

 

Cuando conducía, su corazón le hablaba. Algo había en ese antro que le perjudicaba, aunque no supiera exactamente qué. Tenía que irse de allí y no volver jamás. Estando en sus cavilaciones, se bajó del coche y se quedó perplejo. No estaba en la parada de taxis de la estación de trenes.

Estaba frente al Regina.

 

Pino musitó en susurros una maldición y dio media vuelta para volver al coche e ir a su destino, pero se paró en seco. Ya que estaba allí, no estaría mal tomarse algo antes de empezar. Al fin y al cabo, el día era aún largo. Tenía la total certeza de que podía dominar sus impulsos. Perfectamente entraría y saldría después. Ningún problema...

 

 

FIN

 

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