UN DÍA EN LA VIDA DE ANA LUISA

  



 

 

Enero de  2021


7:45

 

Ana Luisa Argüelles salió de su coche y sintió en la cara el intenso aire frío. Miró hacia el cielo gris-negro y se dio cuenta de que estaba a punto de diluviar.

Tenía el tiempo justo para salir del aparcamiento y ponerse a cubierto en el hospital, así que se ciñó el abrigo con la capucha y caminó con diligencia hacia el complejo de edificios. Comenzaba su turno como jefa de enfermería en el hospital comarcal, a punto de estar saturado por la pandemia de Covid-19.  

 

 Apenas entraba en el vestíbulo de urgencias cuando empezaron a caer las primeras gotas. Ana Luisa pasó junto a la larga cola de personas que esperaban turno, y miró de reojo al televisor de la pared que estaba emitiendo las omnipresentes noticias: la pandemia de COVID-19, y la ola de frío y lluvia que azotaba a toda Europa con tintes bíblicos.

 

Ella volvió a su mundo y pasó su tarjeta por el control de personal con un saludo al guardia de seguridad, escabulléndose a paso ligero por el laberinto de pasillos.  "Cuanto más deprisa se te vea andar, menos gente se atreverá a entretenerte". Un truco que un médico viejo le enseñó para ahorrar el precioso tiempo.

 

Entró en el vestuario y cambió su modo de actuar, vistiéndose ahora despacio, con movimientos lentos, mirando en dónde ponía sus manos, y tratando el "equipo de protección individual" casi con mimo, oyendo al ruido intenso e inquietante de la lluvia. Capas verticales de agua se deslizaban sobre los cristales.

Una vez enfundada como una astronauta, Ana Luisa acudió a la reunión de equipo diaria en la planta Covid. Ésta consistía en un briefing entre el médico especialista, el equipo saliente y el personal entrante. En la noche habían fallecido dos pacientes, cuyas camas habían sido rápidamente esterilizadas y vueltas a ser ocupadas. Clau había rellenado los partes de defunción, y Ramona y Alberto se preparaban para irse. Carlos, el médico especialista de neumología se intercambió un par de miradas con Ana Luisa. 

 

—¿Todo bien, Ani?

—Todo lo que se puede, gracias por preguntar...

—Cuídate, ¿Vale?

—Tú también...- Dijo ella a modo de despedida.

 

Las compañeras de Ana Luisa hablaban de Antonio Pérez, el enfermero de trauma, que había dado positivo. Era inexplicable ¿Acaso no se seguían todos los protocolos?¿Acaso no estaba todo el mundo literalmente plastificado con el Epi?

"...Pues aún así, ocurre..."

"...Parece algo demoníaco..."

"...Y encima ahora, esta tormenta..."

Las conversaciones a media voz se mezclaban con el rumor de la lluvia y el monótono pitido de los monitores cardíacos, enchufados a pacientes sedados. Nada parecía ir bien.

 

Ana Luisa acababa de llegar, y ya sentía el cansancio; aunque la palabra adecuada era impotencia. Porque todos eran espectadores de piedra en una cascada de fatalidades: la aparición del SARS-CoV-2; un virus increíble que se mejoraba a sí mismo y aguantaba horas en una superficie seca a la espera de su víctima. Impotencia de ver cómo los medios de un hospital moderno eran inútiles.  Impotencia de tener que incinerar a toda prisa a los fallecidos, negándoles incluso el  último adiós a sus familiares, como si para vencer al virus no bastara con reducir a cenizas al enfermo, sino también su recuerdo.

 

Tenía cincuenta años. Algunas canas empezaban a salir entre su pelo rubio y su cuerpo apenas había enreciado desde que comenzó en el hospital. Parecía como si el ajetreo en el que su dueña vivía, hubiera despistado a su organismo, de modo que éste se había olvidado de envejecer. Hasta la edad de casarse se le había pasado, como por un despiste tonto.

 

Recordó el primer día en que entró a trabajar; de cómo le gastaron la novatada de mandarla a urgencias; un destino del que todos quieren rehuir por lo estresante que es, y sin embargo, a ella le pareció maravilloso. Recordó que fue un amor a primera vista: la planta de urgencias le guiñó un ojo y ella sonrió. Y como en los noviazgos antiguos; después de un tiempo de miradas y gestos disimulados, ambas partes se hablaron y al final, se unieron en una sola cosa.

 

Con el paso de los años, Ana Luisa Argüelles y el resto de sus compañeros alcanzaron una gran experiencia en medicina intensivista. Pero todos fueron abandonando. Un año se iba uno; al año siguiente se fueron dos... Fueron pidiendo otros destinos por agotamiento o depresión, o por ambas cosas a la vez. Dentro del mundo hospitalario, el tener especialistas con experiencia y sin problemas de burning out - y por tanto, en perfecto estado de servicio - es todo un tesoro para un hospital.


Las plazas de urgencias eran cubiertas rápidamente, pero la solitaria Ana Luisa quedó como la única enfermera diplomada con experiencia de toda la planta. Las miradas de las due jóvenes buscaban en sus ojos su aprobación constantemente, y aquello la abrumaba. Había demasiada experiencia por una parte, y demasiado poca por la otra. De modo que literalmente fue obligada por los médicos intensivistas a impartir seminarios al resto de sus compañeros de enfermería; con lo cual, implícitamente la coronaron como "reina madre". A Ana Luisa esto la asustaba, porque veía que aunque ella no se lo tomaba en serio, el resto del personal, tanto por encima como por debajo de ella, sí que lo hacían. Lo veía en sus miradas, en sus preguntas y hasta en el trato, tan respetuoso que era distante.


Al principio, ella puso reparos, pero finalmente tuvo que transigir. Se resistía a pensar que estaba tan preparada como los demás decían, sin creerse demasiado lo que le dijo un viejo enfermero antes de jubilarse "La maestría no se alcanza. Es ella quien viene a ti cuando toca...". 


Recién cumplidos sus treinta y cinco, Ana Luisa fue ascendida de improviso para cubrir la baja temporal de su supervisor por depresión. Le dijeron que sería por poco tiempo, hasta que su jefe se reincorporara. Los siguientes dos años pasaron y nadie en todo el área hospitalaria pareció advertir que su cargo era provisional.

 

Una mañana recibió una llamada por el interfono de la oficina de administración. Cuando llegó, le esperaban en su despacho el jefe de personal y el enlace sindical. Le comunicaron que su nombramiento de supervisora en funciones en la planta de urgencias había pasado a ser definitivo según el convenio laboral. Ella firmó los papeles que le pusieron delante. Los dos hombres le felicitaron con una sonrisa.

 

—"Por nuestra parte ya está todo. Que tengas un buen día..."

 

No hubo magia ni música triunfal. Tan sólo una despedida rápida y formal, tras la cual Ana Luisa salió confundida, con una frase torpe de agradecimiento.

Sin saber exactamente porqué, decidió no contar nada a nadie acerca de su nombramiento, y acabó el turno como un día más. Ni una sola felicitación, ni una sola sonrisa. 

Conduciendo de noche de vuelta a su casa, le pareció que los edificios, las farolas y las calles la miraban al pasar. Y se sintió sola. Quizás más sola que nunca.

 

12:30

 

Hace tres días, Valentín Ruíz, el jefe de servicio de medicina interna cayó infectado por coronavirus. Y con él, se confinó en sus hogares a todo su equipo cercano durante dos semanas. Ana Luisa tuvo que tirar de autoridad y pedir a sus compañeros  más experimentados Clau, Alberto, Flor y Rosa que doblaran sus turnos con ella, trabajando dieciséis horas para compensar las bajas de personal. Esto no hizo sino aumentar la tensión y las miradas duras entre ellas.

La que peor lo llevó fue Claudia, que precisamente había pedido su destino actual para poder compaginar su trabajo con su marido y su hijo de tres años.

 

—...Ana, yo he cumplido mi turno y no me puedes obligar a hacer más horas...

—Clau, las enfermeras con más experiencia hemos de repartirnos en los tres turnos hasta que la plantilla de neumología vuelva del confinamiento. No podemos dejar solos a los más novatos —Ana le contestó con voz neutra.

— ¿Es que el resto de la plantilla son minusválidos?— Rosa y Alba se acercaron para oír la discusión. Claudia tenía razón, pero también era cierto que los enfermeros nuevos en general dependían mucho de la experiencia de los más veteranos.

—No, Claudia, no...— Repuso Ana Luisa con gesto cansino —... todas saben trabajar en casos normales. Pero en momentos de vida o muerte prefiero que haya alguien con experiencia en cada turno.  

—¡Puedo contagiar a mi familia! ¿lo sabes?— Había un tono de dramatismo en la voz de Claudia.

—Sí. Todos estamos expuestos; ya lo sé —respondió con Ana Luisa, añadiendo un poco más de énfasis a la palabra "todos".

—¡...Pero tú no tienes familia...! —chilló Claudia.

El silencio se adueñó de la sala. Todas esperaban la contestación de la supervisora.

Finalmente Ana Luisa fijó su mirada en ella y contestó con tono balanceado.

—No voy a discutir más. Esto es lo que hay. Si quieres irte, te vas...

 

Clau apretó los labios. Estuvo a punto de irse, pero cedió con gesto cansado. Rosa y Alba también callaron. La discusión acabó y todas empezaron a organizarse, hablando de los pormenores a media voz. Pero entre Claudia y Ana Luisa, algo se había roto.

 

18:00

 

Ana Luisa estaba en el pequeño cubículo de cristal que constituía su despacho. Terminaba de firmar todos los informes de alta para enviarlos a la oficina, cuando dos golpes sonaron en su puerta entreabierta. Era Claudia. Ya no tenía el rictus de autosuficiencia.

 

Entró y se sentó frente a ella en la mesa. Con la mirada baja, le pidió perdón por la salida de pata de banco que tuvo por la mañana. Ana Luisa le preguntó cómo se sentía.

 

—Mal.  Me he dejado llevar por el miedo a que algo le pase a los míos. Creo que lo voy a dejar todo y me voy a ir...

—Tú misma— Le respondió con frialdad. Claudia esperaba que su jefa la animara, que le pidiera que se quedara, no esa respuesta tan seca.

—Siento lo que dije esta mañana, pero esperaba algo más de comprensión por tu parte con todo lo que está cayendo...

—Sé de lo que me hablas, porque a todas nos pasa igual ¿Pero sabes lo que pasará si te vas? A donde vayas, un día algo no te gustará y también te irás de allí. Y cuando le des la vuelta a todo el hospital, abandonarás y te irás a tu casa para ser madre de familia. Y me atrevo a decir que tampoco te encontrarás a gusto. Porque el problema no está en lo que haces, sino en ti.

 

Ante las lágrimas contenidas de su interlocutora, Ana Luisa retomó la palabra.

 

—Sal de aquí, vuelve a tu trabajo y deja de llorar. Estos días no son buenos, pero volverás a tu casa sabiendo que has luchado. Si dentro de un tiempo estás bien y decides irte, estupendo. Pero si hoy te vas, te va a pesar el resto de tu vida.

 

Claudia bajó la cabeza y se alisó el uniforme. Lo que Ana Luisa le había dicho le humillaba y le dolía, pero era la verdad. Aceptó el pañuelo de papel de su jefa y se limpió las lágrimas. Hizo ademán de darle un abrazo, pero ésta le recordó las reglas de distanciamiento; de modo que se despidieron formalmente.

Caminando hacia la sala de observación, Clau no pudo evitar pensar en que Ana Luisa no había derramado una lágrima. "Rigurosa y fría como un témpano..."

 

Y se sintió contenta de no ser como ella.

 

Pensó a continuación que si ella fuera supervisora, tendría más empatía con sus compañeras, y seguro que sería más comprensiva. Aunque luego cambió de opinión cuando recordó las responsabilidades que tendría que tomar. Mejor prefería seguir como hasta ahora y no vivir amargada como su jefa.

 

En el despacho, Ana Luisa quedó pensativa. Sabía que había dado imagen de frialdad, pero en realidad no era tal; sino decepción. Le decepcionaban la frivolidad de las personas y su semiinconsciencia emocional. Le decepcionaban las personas a las que no les importa ofenderle en público, pero luego la buscaban a solas para disculparse en privado. Le decepcionaba la manida excusa de esconderse tras la familia para justificar lo que simplemente es debilidad e inmadurez; olvidándose de que sus compañeros también tienen familiares -o no- y no por ello abandonan a sus compañeros ni a los enfermos en medio de una pandemia brutal.

 

Podría explicarle todo esto, pero no tenía tiempo y tampoco lo entendería. ¿Solución? Decirle que salga a hacer su trabajo y que deje de llorar.

 

El busca le vibró. Había una nueva reunión con Carlos, el neumólogo de guardia, así que cerró la sesión de su ordenador y salió de su despacho. Mientras caminaba,  una sonrisa se le escapó. A veces, se puede ser feliz con muy poco.

 

 

A Carlos Ruiz lo conoció con veinticinco años. Él era el nuevo neumólogo, recién doctorado y con novia. A los pocos meses se casó e invitó a Ana Luisa a su boda. Ella rehusó la invitación excusándose en otros compromisos, pero la verdad es que sabía que si asistía, se moriría de dolor. Se había enamorado como una tonta de alguien imposible.

 

Dicen que el desamor se cura con otro amor, pero para ella no había ninguna opción que le hiciera sombra a Carlos; ni siquiera que lo igualara. Empatizaban de forma casi mágica. Se reían por las mismas cosas, y se entendían a la primera. Definitivamente ella no tenía forma de olvidarle; sobre todo si le veía a diario.

Por aquello de la curiosa magia de las cosas cotidianas, ambos pensaban el uno en el otro e intuían que era mutuo, pero ninguno cruzó la linea. Sabían que no resultaría. En el amor, desvestir a una santa para vestir a otra nunca funciona.

Así que con el tiempo y de forma espontánea, desarrollaron un lenguaje en clave con una sola palabra: "Cuídate". Esta es la palabra de los amores imposibles. Nadie, salvo la persona interesada, sabe de la profundidad de su significado. Y en su acepción neutra pasa desapercibida por el resto.

 

A veces, cuando llegaba a casa veía con ilusión adolescente que Carlos le había escrito un mensaje en el móvil. Otras veces, era ella quien le enviaba un mensaje preguntándole cualquier cosa, sabiendo que él estaba de guardia. La rapidez con que Carlos le contestaba no dejaba lugar a dudas de que a él también le importaba ella. La misma rapidez que ella empleaba con él.

Hace seis meses recibió un mensaje.

"Hemos diagnosticado los primeros dos casos por coronavirus aquí. Esto va en serio. Cuídate."

Ella rápidamente escribió.

 

"¿Y eres tú quien me lo dice? Cuídate tú, por favor"

 

En los momentos peores de la pandemia, los dos se buscaban con la mirada en la cafetería, o en los boxes de consultas. Si era posible, entablaban conversación; entonces se miraban felices tras sus gafas de seguridad y asentían con complicidad. Ambos necesitaban sentirse vivos el uno ante el otro, aunque sólo fuera eso.

 

Ana Luisa fue cumpliendo años en su limbo de sentimientos. Por más que quería desengancharse de él, no encontraba el modo. Finalmente llegó a la conclusión de que ella debía de ser una de esas personas que, como en las novelas, sólo aman una vez en la vida.  


20:45

 

Su turno ya acabó hace 15 minutos. Ana Luisa revisó los historiales de los pacientes a su cargo en urgencias. Debería de haberse ido ya, pero sentía que si no daba el último repaso rápido, algo saldría mal después. Revisó también las existencias de material estéril antes de enviar el pedido semanal. Con la pandemia, las mascarillas y los Epi's se han convertido en artículos vitales para el funcionamiento de la planta. Por eso repasó con celo dos veces la propuesta de pedido del ordenador antes de enviarla.

 

Seguidamente bajó a la planta de cocina a hablar con una de las auxiliares de enfermería. Había recibido una queja de que la comida de los pacientes llega fría a las últimas plantas. Inma Romero es la encargada del reparto esta semana.

Tras muchos años de trabajo, Ana Luisa sabía perfectamente dónde encontrarla y en cinco minutos de paso apresurado por los pasillos, se encontró cara a cara con ella. Inma se justificó.

 

— ¡...Pero es que no puede hacerse nada! Cuando repartes cien bandejas, es inevitable que las últimas lleguen frías.

—Entonces, ¿Qué tal si no te entretienes hablando con tus compañeros?

—¿Qué hablas? — Inquirió Inma con tono desafiante.

Ana Luisa le mantuvo la mirada.

—Ayer, te vi hablar animadamente con un guardia en el pasillo, con el carro de bandejas aparcado en un lado ... ¿Recuerdas? Te vi por la cristalera desde la planta de arriba.

 

Tras la reprimenda que siguió a continuación, Inma salió de la conversación avergonzada y con las mejillas ardiendo. La maldita bruja la había pillado. Vale que es una tía muy seca, vale que no tiene amigas. Pero lo que más le jodía es que la cabrona tenía razón. Se había encontrado a Ángel, el segurata que estaba como un queso, y se le había ido el santo al cielo.

 

Ana Luisa la observó alejarse por el pasillo. Sabía perfectamente qué pensaba la auxiliar de enfermería; lo había visto en sus ojos.

Mientras caminaba por el pasillo de cristal que unía los edificios, pensaba en ello. En algún momento de su vida, asumió que éste era el precio que tenía que pagar. Y una vez más salió a flote su hermoso estoicismo; el sufrir sin quejarse.  

 

En el mundo del hospital, en donde la caída por estrés o por depresión de los trabajadores es frecuente, la insultante estabilidad emocional de Ana Luisa era, si cabe, un punto de conversación a nivel de cuchicheo.

 

“Vive sin pareja, pero no le afecta estar sola”

“¿Estás segura? Lo mismo tiene un lío por ahí y no lo sabemos...

“Pues si tuviera novio, al menos cuando discutiera con él, se le notaría. Y no se le ve. No le afecta ni la regla…”

 

Todas estas cosas la convertían en una persona difícil de clasificar, y por ello, demasiado enigmática. A nadie se le ocurría pensar que simplemente amaba su trabajo.

 

Se abrochó la cremallera del abrigo al salir y se dirigió a los aparcamientos. Ya era noche cerrada y había dejado de llover. Con el toque de queda y a pesar de las luces, el aparcamiento semivacío parecía una construcción abandonada y fantasmal.

 

Entró en su coche y cerró la puerta quedándose a oscuras en silencio. Tras unos minutos de estar a solas, se transformó como cada noche, en la persona sensible y delicada que en realidad era.

Una lágrima empezó a correrle por la mejilla en la oscuridad.

 

 

 Fin 


Un día en la vida de Ana Luisa - (c) - MANUEL VALENZUELA MARTÍNEZ

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