LOS CUENTOS DEL DIABLO -VII- 



El tic tac del carillón sonaba impasible en la oscuridad de la biblioteca. Serían las tres de la madrugada de otra noche de insomnio. Allí estaba yo, sentado en un sillón, ensimismado en mis pensamientos. Y allí estaba él.


 El Diablo se sirvió una copa y se sentó en el otro sillón, contemplando la noche por los ventanales de la habitación; en su traje de corte impecable.


―Una pregunta ¿Por qué existes tú?¿Y por qué existo yo? ―le pregunté.


 ―Yo tengo la misión de provocar tu evolución, haciéndote caer, sufrir y madurar. Puedes retrasar tu proceso, pero no la puedes eludir. Y eso contesta a tu segunda pregunta. Tu misión es evolucionar. Por eso estás vivo aquí y ahora.


 ―Pero si tú eres una parte de la evolución ¿por qué todo el mundo te maldice y te teme? ­―repuse yo.


El Diablo pareció hablar a la copa que sostenía con ambas manos.


 ―Porque la evolución es dolor. Nunca es gratis. Además, es un viaje sin retorno. Joaquín Sabina dijo una vez que no se debe volver a los sitios donde en otras épocas fuiste feliz. Él sí sabe lo que es la evolución en su justo sentido.


 ―No lo entiendo ¿puedes evolucionar y quedarte peor? ­―repuse yo ante tal contradicción.


 El Diablo dio un trago a su copa y echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo del sillón, Tenía un aspecto juvenil, pero sus ojos eran los de un hombre viejo y triste. Me respondió con voz nítida y cansada.


 ―Nunca es peor, aunque a veces lo parezca. Aún cuando lo pierdas todo, siempre ganas algo; aunque sólo sea sabiduría.


 "¿Te gustaría oír una historia...?" 


   

 

 LA EVOLUCIÓN 

 








 

 

  Capítulo 1

 

Ernesto y Teresa lo tenían todo:  jóvenes, guapos, bien situados en el mundo laboral, y socialmente bien relacionados. Eran una pareja cool.

 

A sus treinta y un años, Ernesto podía decir que todos sus sueños se habían cumplido. Acababa de ser ascendido a inspector de la Policía Nacional. Tenía un buen futuro profesional y estaba en una ciudad tranquila, donde los delitos por homicidio al año se podían contar con los dedos de una mano. Incluso Teresa había encontrado también trabajo como psicóloga en un instituto de educación secundaria en Puerto Real, a pocos kilómetros de Cádiz. Quizás por esto Ernesto a menudo se sorprendía a sí mismo silbando frecuentemente sin motivo. Simplemente era feliz.

 

22 de febrero. 8 de la mañana

 

Ernesto había llegado un cuarto de hora antes a la comisaría. Le gustaba empezar despacio y sin agobios. No había terminado de sentarse en su mesa cuando sintió la vibración de su teléfono. Lo sacó del bolsillo presintiendo quien era.

 

­―Hola Erne... – una voz femenina y jovial se escuchó- ¿Me regaste las plantas?

­― Sí, anoche regué tus plantas, que tú has abandonado ­― respondió Ernesto con voz cansina, remarcando lo último— ¿Cómo está tu madre en el pueblo?

 

­― Oh, mejorando de su neumonía. Te manda recuerdos...

­― Se los devuelves...­―Y tú ¿me echaste ayer de menos?

­― Claro... — La voz titubeó un poco, y añadió ­― ...bueno, no demasiado, porque estuve con mi primo Paco, recordando nuestra juventud en el pajar...

­― ¡Ah!  Algo así me pasó a mí. Ayer hubo una redada y acabé con el coche patrulla lleno de señoritas que me decían que harían cualquier cosa si no las detenía...

Te conozco bien y sé que no harías nada.­―La voz de Teresa se tornó sincera.

Tienes razón. Te quiero demasiado. ― dijo Ernesto con un beso final.

­― Yo tampoco haría nada— respondió tras un silencio ― Además, el Paco es menos hábil que tú...

¡Oye...! ―exclamó Ernesto con sorpresa.

 

El pitido de desconexión le hizo callar. Esta era una de las tretas de Teresa. Colgar sin darle tiempo a contestar. Hermosa, inteligente y bromista. El padre de Ernesto ya le advirtió de las mujeres así cuando empezó a salir con ella.

Ernesto dejó el móvil sobre la mesa. Se sentía fresco y relajado; y el día se le presentaba sin problemas.

 

En ese momento, Víctor Serralbo entró en la sala y tocó su mesa repetidas veces con los nudillos. Había que ir al seminario de capacitación de criminología.

 

¡Vamos, es la hora...! ― dijo con un acento gallego. El trabajo en una comisaría es una paradoja, porque la urgencia y el drama coexisten con la rutina más gris .

 

Ernesto se levantó y fue obediente tras él. Pasaron por la oficina de pasaportes, y recogieron a un par de compañeros recién salidos de la academia que también estaban realizando el curso. Esta vez el destino era el Cecom, el centro de comunicaciones de la comisaría. Hoy el seminario trataría sobre la aplicación de la nueva normativa legal de geolocalización usando el teléfono móvil.

 

El teniente Alonso habló durante media hora sobre la localización de los teléfonos móviles como instrumento en la investigación policial, y de sus aspectos legales.

Así de claro ―recalcó― Todo aquel que tiene un teléfono móvil,  está localizado, tanto si quiere como si no. Y bajo ciertas condiciones, todas las operadoras de telefonía del país, ceden los datos de sus usuarios a la autoridad judicial. Hoy hablaremos de la nueva normativa a aplicar...

 

Tras una charla de condiciones y aspectos legales que duró una media hora, se realizó una práctica de simulación del proceso. A los tres nuevos inspectores se les hizo rellenar un impreso de petición emulando un caso real. Ernesto escribió en la solicitud el teléfono de Teresa, no por maldad, sino porque no se sabía de memoria ningún otro.

 

El agente encargado de comunicaciones, recogió las tres solicitudes de los asistentes al curso y empezó a procesarlas, ocupando una silla de espaldas a ellos.

 

El teléfono sonó en la sala. El agente contestó y se lo pasó a Serralbo con diligencia...

Ernesto, ya tienes tu primer caso ―le dijo con tono irónico de policía viejo— No parece complicado.

 

Ernesto salió con Serralbo hacia las cocheras, junto con dos agentes de patrulla. Aparentemente, una mujer había sufrido una agresión en una urbanización de la cabezuela.

 

Cuando Ernesto volvió a mirar el reloj eran las cinco de la tarde. El día había pasado como por arte de magia.

 

 

 Capítulo 2 

 

 

El jueves, 27 de Febrero, a las 9:35 una patrulla de la policía municipal acudió a un domicilio particular, alertada por los vecinos que oyeron gritos de mujer. Encontraron en el garaje a Dolores Carrizo Álvarez, encerrada en su coche, y con una grave hemorragia en su nariz, con abundante sangre por todo el vehículo, y una grave crisis de ansiedad. Posteriormente su declaración señalaría a su marido como su agresor, hizo que se catalogara el caso como de Violencia de Género.

La víctima aparentemente tenía la nariz rota. Fue llevada al hospital Virgen del Mar para el análisis forense, no temiéndose por su vida.

 

Según el testimonio de la víctima, el matrimonio discutió y finalmente la mujer se dispuso a abandonar el domicilio conyugal en su coche. Momento en el que Ángel Cepeda fue tras ella en un ataque de ira, propinándole varios golpes en la cara, hasta que finalmente ella consiguió salir a la calle y pedir auxilio.  Al no poder consumar su agresión, Ángel salió huyendo de la casa por la calle sin rumbo. Posteriormente fue detenido por la policía municipal.

 

Ángel Cepeda Pérez, marido y agresor de Dolores  confesó los hechos a las 16:50 en el interrogatorio, y con ello ingresaría en prisión preventiva. Era el fin de su carrera, tanto en lo social como en lo laboral.

La luz blanca y excesiva de la sala de interrogatorios resaltaba la piel sudorosa y macilenta del agresor. Frente a él, Víctor y Ernesto callaban. En un extremo de la habitación, la cámara de video montada en un trípode con su luz roja parpadeante, era el testigo silencioso de un corto interrogatorio.

 

­―Ya he firmado mi confesión ¿Alguna pregunta más, inspector? ― se dirigió a Ernesto― lo digo porque lo veo en sus ojos. Usted quiere preguntarme algo más.

 

Mi cliente no tiene necesidad de hablar nada más... ­―terció su abogado— Pero Ángel Cepeda levantó la palma de la mano hacia su rostro, sabiendo que ya nada más podía empeorar su estado.

 

 

Ernesto titubeó. Aunque era su primer interrogatorio, ese hombre le leía los pensamientos con facilidad.

 

­― Ya que lo dice, mire, sí - Le miró a los ojos con curiosidad- ¿Cómo alguien como usted pierde los papeles de esta manera?

 

Ángel Cepeda lo miró. Con obesidad, gafas de pasta y una generosa calvicie, era un hombre que pasaría por el típico buen vecino incapaz de hacer daño a una mosca. Un día antes era un funcionario de categoría A, profesor destacado de Universidad, y una vida ejemplar.

Un día después, era un pobre diablo con su vida y su imagen social reducidas a cenizas.

 

­― ¿...Cómo un doctor en Psicología, tras veinticinco años de matrimonio llega a esto...? ­― Insistió Ernesto ante el silencio del detenido— Las personas que caen en esto no tienen la formación sobre el comportamiento humano que tiene usted.

 

El profesor lo miró a través de sus gafas. Su mirada tímida y retraída mostró perplejidad, pero sin la más leve pérdida de aplomo en su actitud. Al final tomó aire para hablar.

 

­―Usted piensa que yo debería haber reaccionado como un catedrático de Psicología, y no como un hombre que en un minuto, ha visto que la mitad su vida ha desaparecido, porque nunca existió. Y no le culpo. Ayer, yo también hubiera pensado lo mismo.

 

"Mi vida iba bien, o eso creía yo, hasta que un día encontré un hilo suelto, y empecé a tirar... ­― Sus ojos asustados encerrados tras sus gafas parecían los de un niño tímido que ha pulsado el botón nuclear— ... y una débil duda empezó a crecer. No quería creer que ella me había mentido durante décadas, pero cada vez parecía más evidente. Así que un día preparé una videollamada y se lo pregunté a bocajarro por Skype. Quería estudiar su rostro y su voz así, y además lo grabé todo para visionarlo más despacio. Como si fuera uno de mis casos..."

Su voz vaciló

­―inspector, me mintió. Su voz tembló cuando le pregunté si había estado con otro...fue un momento insignificante. Pero supe inmediatamente que me era infiel.

 

¿Sólo por mentirle mereció lo que le hizo? ­―Inquirió Ernesto

 

¡No, claro que no! Perdí los estribos porque no me pidió perdón, y se rió de mí...― El hombre se retorció sus manos esposadas intentando guardar la compostura―Yo había sido como un niño feliz al que se le lleva engañado a Disneyland, con su castillo falso y sus actores pagados; y se le hace soñar. Y pasé a ser un hombre gordo viejo y solo en el mismo día. Como poco, era de esperar que al menos gritara ¿no cree?

 

Ernesto, Serralbo y los dos policías seguían su relato. No podían dejar de escucharle.

 

­―...Volví a ver la grabación y observé una leve sonrisa torcida en el momento en que me decía que yo le daba asco. Descubrí que ése era su patrón conductual asociado a ese sentimiento,  y subí al desván para buscar todas nuestros videos grabados, y las fotos. Aquella expresión me era familiar...

 

La voz del profesor se volvió apasionada. Estaba viviendo todo de nuevo en primera personal

 

"...Los viajes de vacaciones, las fotos de nuestro aniversario, las de las fiestas con los amigos...En casi todas ellas aparecía con esa media sonrisa. ¡Me había tenido asco casi todo nuestro matrimonio! De repente, los pequeños detalles de aquí y de allá se unieron ante mí, y el puzzle se completó..."

 

Los policías guardaron un frío silencio. Todos eran hombres casados. Había una pequeña luz congruente en lo que aquel tipo decía, porque los mayores delirios siempre comienzan siendo una suma de pequeñas verdades.

 

 

...Así que esa es la respuesta. Un día vi un hilo y tiré de él. Y cuanto más tiraba, el hilo se hacía más grueso. ¡Hasta que fue una maroma, y tirando de ella, supe que la mitad de mi vida nunca existió...!

 

­―Es suficiente, llévenselo ­―El inspector Víctor Serralbo terció en la conversación, viendo que aquello se estaba saliendo de madre.

Otros dos agentes lo levantaron de la silla y lo sacaron de la sala de interrogatorios, dejando a Ernesto en estado pensativo.

 

­― Te has portado como un poli novato, Ernesto. Esa pregunta a un acusado en un interrogatorio, viene sobrando.

 

­― No creo que sea tan tonta la pregunta. Me parece que es la más inteligente que se le puede hacer.

 

­― Chaval ¿Qué hace un filósofo como tú metido a policía? ¡Date prisa en terminar los informes, y antes acabamos con esto!

 

 

 

  Capítulo 3

 

17:52 horas,

 

Ernesto terminó el informe de su primer caso en su despacho y lo imprimió por triplicado. Faltaban unos minutos para terminar su turno e irse a casa. A la espera de su compañero de relevo, aprovechó los breves instantes de silencio para reflexionar sobre el intenso día.

 

Aún estaba afectado por el primer interrogatorio de su carrera como inspector. La frase de aquel hombre le rondaba aún la cabeza. "Supe que me era infiel porque su voz tembló cuando le pregunté si había estado con otro..."

 

Ernesto recordó entonces la voz dubitativa de Teresa cuando él le preguntó si se había acordado de él. ¿Había mentido?

 

Gracias a Dios, sí. Estaba claro que la mentira se refería al chiste de retozar con el primo Paco en el pajar. Inmediatamente se  reprendió a sí mismo por pensar locuras.

Pero una idea repentina le iluminó. Teresa casualmente también es psicóloga. Conoce la dinámica de los interrogatorios. ¿Y si añadió la mentira del primo para enmascarar otra?

 

Hubo otra frase que también se le repetía continuamente entre sus sienes. "Vi un hilo y empecé a tirar...". Una sensación de vértigo le invadió.

 

Sacó su teléfono y llamó a Teresa. Una voz femenina le indicó que el teléfono al que llamaba, estaba apagado o fuera de cobertura.

 

La parte oscura de Ernesto le recordó que el informe de geolocalización estaba pendiente de recoger en el Cecom. El de su mujer. Claro, que era una simple práctica. Realmente no tenía porqué ir a por él, porque si nadie lo recogía, sería destruido a las 24 horas. Además, sólo era una jodida práctica. Ernesto se sintió ridículo pensando mal de su mujer. Teresa no se merecía ese tipo de desconfianzas. No iba a ir a recogerlo.

 

Pero esa parte dentro de él le dio un pequeño empujón. ¿Y si alguno de sus compañeros caía en la tentación de fisgonear en el informe? El estar casado con una ex-modelo da mucho morbo entre los compañeros de la comisaría.

Ernesto guardó sus pertenencias en su pequeña mochila y sus piernas le llevaron a paso cada vez más ligero por el pasillo hasta llegar a la escalera. Subió los peldaños con energía desenvuelta y llegó a la sala principal del Cecom.

 

 

Con toda naturalidad se dirigió al agente que estaba enfrascado en una pantalla de ordenador y le pidió el informe de localización del seminario de la mañana. Con indiferencia, el funcionario le entregó el papel en un sobre cerrado, y le hizo firmar la entrega.

 

Ernesto salió de la sala camino del ascensor. Un pensamiento le asaltó. ¿Por qué Teresa le llamó tan temprano esta mañana? ¿No podía haber esperado a la tarde, cuando él llegase a casa?

 

Movió la cabeza a ambos lados. Aquella tontería se estaba transformando en obsesión;  no podía ser sano. Sacó el sobre doblado en el bolsillo y lo miró con recelo. Se sintió ridículo por todo lo que pasaba por su cabeza.

 

Ernesto decidió que ya tenía bastante por hoy. Rompió el sobre en cuatro trozos y los tiró a una papelera del pasillo. Ya ningún compañero leería nada del informe. Una vez hecho, se encogió de hombros y bajó por las escaleras silbando hacia la salida de la comisaría. Definitivamente tenía que sacar las monsergas ridículas de su cabeza.

 

Pero la voz oscura contraatacó. Vale que la llamada de Teresa a primera hora de la mañana era una tontería. ¿Pero por qué la hizo?

¿No sería porque así, tácitamente estaría dispensada de llamarle por la noche?  

Ernesto sacó el móvil de su bolsillo y llamó a Teresa. Nuevamente la fría y amable voz femenina le indicaba que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura, lo cual, bien mirado no era tan raro en una aldea en las montañas...

 

Ernesto empezó a sentir que la sensación de apremio de ir hacia algún lugar, le empujaba cada vez con más intensidad. Todo estaba bien ¿...O no?. Sus pasos se hicieron más lentos, y antes de llevarle a la salida del trabajo, le hicieron volver. Quizás era mejor recoger los trozos de la papelera. Estaba a tiempo aún.

 

Y pensó que las primeras horas de la mañana, en las que iba feliz silbando por la calle, contrastaban ahora con una sensación de desasosiego que no tenía fin.

 

Ahora sus pasos eran apresurados hacia la segunda planta. Tenía que llegar a la papelera antes de que la mujer de la limpieza del turno de tarde la vaciara. Justamente se encontró con ella y su carro de limpieza, camino del ascensor, y la adelantó con paso más rápido para subir por las escaleras de nuevo. El apremio se le notaba en el rostro mientras subía por las escaleras a un ritmo cada vez mayor.

 

Ernesto llegó a la papelera sin aliento y la abrió con resolución. Rápidamente reconoció los  cuatro trozos de papel en su interior y se los metió en el bolsillo, justo cuando sonó el timbre del ascensor que anunciaba la llegada de la limpiadora. La puerta se abrió y la asistenta vio atónita al mismo policía sudoroso que había visto en la planta primera,  dándole un atropellado saludo.

 

Ernesto bajó solo en el ascensor, resoplando por el esfuerzo. El joven policía, por primera vez en su vida enfocó sus dotes de investigador hacia su mujer. Y se sintió despreciable por ello.

 

Salió de la comisaría saludando al personal de vigilancia. Y mientras andaba, repasó mentalmente las costumbres de ella. Últimamente Teresa se duchaba invariablemente cuando llegaba, al atardecer. Era entrar en casa y casi literalmente se metía en la ducha. Aquello a Ernesto le pareció una buena idea, porque así él no tenía que hacer cola por la mañana para ducharse ...

Ernesto aflojó el paso un momento y se maldijo mentalmente por no haber caído en los detalles él, que era un investigador de la policía.

 

Las plantas. Las queridas plantas de ella, que nunca regaba ya. Ernesto se había convertido en jardinero oficial al ver lo raquíticas que estaban. ¿Por qué? Porque las costumbres de Teresa habían cambiado.

 

Una nueva maldición mental sacudió su cerebro ¿Y desde cuando? No podría asegurarlo, quizás en los últimos meses.

Su forma de vestir. Y su peinado. Recientemente se había dejado el pelo corto, casi como el de un chico, con un corte oblicuo en el flequillo que le daba un aire muy juvenil. La verdad es que le sentaba condenadamente bien con sus nuevos vaqueros llenos de agujeros, y por cierto, carísimos.

 

Y se dio cuenta de que la ducha frecuente, el móvil bajo siete llaves, el cambio de peinado, su nueva forma juvenil de vestir, el no coincidir ya casi nunca por las tardes en casa,...todo aquello era una nube de costumbres nuevas que se habían introducido de forma tan paulatina en su matrimonio que ni Ernesto se dio cuenta. Y para colmo, ocurrió la casualidad de tener que volver a su pueblo a cuidar de su madre enferma, justo cuando comienzan las vacaciones de la semana blanca en el instituto.

Una casualidad, al fin y al cabo. Porque la enfermedad de su suegra no sabe de vacaciones...

La voz oscura contraatacó. ¿Lo de su suegra era cierto, o era lo que Teresa le había contado?. A cada pensamiento bien intencionado, aparecía otro igual y de signo contrario que le llevaba a la desesperación.

 

¿Y si Teresa no dijera la verdad y no estuviera en la aldea de su madre, cerca de Cazorla? Ernesto apretó la mandíbula. ¿Por qué estaba pensando en locuras?

Los trozos del sobre tenían la respuesta a aquella pregunta. Pero, ¿Deseaba saberlo?¿Deseaba tomar la píldora azul o la roja, como en la película de Matrix?

 

El corazón se le disparó. Eran un matrimonio feliz,  ¿No...?

 Al levantar la vista, se encontró ante la puerta de su edificio de apartamentos. Ni siquiera se había dado cuenta del camino que había tomado para llegar hasta allí.

 

Entró a paso rápido en el vestíbulo. Pulsó repetidamente al botón del ascensor, pero viendo que éste tardaba demasiado, decidió subir por las escaleras una vez más. La urgencia por llegar a casa y recomponer el sobre, lo era todo.

 

Llegó a su casa y cerró la puerta tras de sí. Se sentó jadeando frente a la mesa de la cocina y sacó de la mochila los restos del sobre, con el membrete de la policía judicial. Separó los trozos de papel blanco de los de papel amarillento del sobre y los presentó boca abajo,  preguntándose por última vez; si seguir sin saberlo, o tirar del hilo.

 

 

"Puede que confirme que ella está donde dice estar, y entonces todo esto será un inmenso fiasco, por el que he perdido un día de mi vida consumido en esta locura."

 

Asió los papeles y les dio la vuelta cuidadosamente manteniéndolos en su sitio. Pero entonces se paró en seco. La ocasión requería una copa de Bourbon.

Salió de la cocina en busca de la botella de Whisky que guardaba en la licorera del salón. Volvió con la botella y buscó un vaso ancho, al que añadió tres cubitos de hielo. Vertió el líquido y lo saboreó con la vista. Estaba preparado para la ocasión.

A continuación, con toda solemnidad, se sentó y leyó la hoja.

 

Cuando terminó, Ernesto sonrió y se dejó caer en la silla de la cocina, ya relajado. Apuró el primer trago de Bourbon, y levantando el vaso, miró lo que quedaba al trasluz.  A continuación, cuando las papilas gustativas terminaron de saborearlo, dio un segundo trago. Más largo y profundo que el anterior.

 

Su matrimonio había terminado.



  .

 

   

 

FIN

 

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