LA PÉRDIDA.











La luz del sol se abrió paso por la ventana del dormitorio. En su cama, Emilia había visto todo el proceso del amanecer, desde la oscuridad hasta el tenue color azul de la luz del alba. Al principio, la luz sólo era una paleta de tonos azulados, pero poco a poco, los colores más vivos fueron apareciendo y el dormitorio se transformó en una estancia alegre. 

Durante un tiempo indefinido, estuvo observando las motas de polvo que flotaban a la luz de los rayos de sol. Por fin, reunió la voluntad suficiente para levantarse por enésima vez, pero la falta de ganas le volvió a ganar la partida. De nuevo, se dejó caer en la cama. No era la fuerza física la que le faltaba para levantarse, sino otro tipo de fuerza. Su novio le dejó el jueves, y hoy ya es martes. 

Aunque momentáneamente abandonaba la cama para lo imprescindible, sentía que no tenía ganas de nada, ni de sonreír. Y mucho menos de vestirse y salir a la calle. A ratos, se preguntaba si tendría ánimo para ir al trabajo una vez que se le acabasen las vacaciones.

Se preguntó sobre el porqué de levantarse cada día. Por qué ducharse, vestirse, desayunar, salir, comer, hablar... y mentir sobre sí misma ante los demás. ¿No sería más fácil recluirse en la cama, hacerse una cueva con las mantas y meterse en lo más profundo de una misma para nunca más salir al exterior?

Pero lo más terrible era la gran pregunta que la atormentaba a ratos, y que la hundía en el dolor. ¿Cómo podrá vivir sin él de ahora en adelante? 

Emilia se incorporó en la cama y contempló su habitación. Sólo quería saber si lo había soñado o no. Y una lágrima le afloró al ojo derecho cuando comprobó que todo era cierto. Que Gerardo la había dejado de verdad.

El jueves por la noche, la discusión fue en aumento hasta llegar a unos niveles inesperados para Emilia. Ella estaba molesta por un par de malos detalles que él le tuvo. Pero la discusión se descontroló. Intentó dar marcha atrás e intentar apaciguar los ánimos, pero ya era tarde.

Su novio tenía una lista aún mayor de agravios, que le enumeró ante sus ojos, incrédulos al principio, y asustados después. Muy seguramente tenía la ruptura planeada desde hacía tiempo, pero esta sorpresa tan repentina la dejó con las réplicas muriendo balbuceantes en su boca. Por supuesto que ella también tenía sus razones, pero ante el miedo de lo peor, ya sólo quería parar aquel torrente,  y terminó vencida, suplicándole que no la abandonara.

Sin embargo Gerardo fue inflexible. Le dijo que ya no podía aguantar más, que llevaba demasiado tiempo sufriendo el dolor en silencio, y que se sentía como un muñeco a su lado. Emilia se negaba a aceptar lo que sus ojos veían; a Gerardo metiendo sus pertenencias en una maleta y saliendo de la casa, recién amueblada.
Todas estas escenas en continua repetición, se sucedían en bucle en sus pensamientos. Ocurrió un jueves, y ahora es martes. Pero para ella seguía siendo jueves. Simplemente se quedó a vivir paralizada en el tiempo, de pie en el andén, perdiendo voluntariamente todos sus trenes mientras Gerardo y el mundo se alejaban en el suyo.

Tras un nuevo intento, sus pies tocaron por fin el suelo frío, y le llevaron a la cocina. Una vez allí se decidió a salir al patio, abriendo la puerta.
Con los pies descalzos, tocó el césped mezclado con la hojarasca del otoño. Y en contra de lo que creía, no sintió frío en los pies. Toda la materia orgánica amortiguaba el frío de la estación. Y ella por primera vez se salió del carrusel sin fin de pensamientos de abandono. Un nuevo y extraño pensamiento le vino a la mente: le gustaba la sensación de pisar la hierba descalza.

La brisa le tocó el rostro y le levantó un mechón de pelo, que la obligó a apartarlo con la mano. El aire le parecía una caricia. Un conato de sonrisa, apenas un gesto en un lado de la boca, apareció. 
Era la segunda vez que pensaba en algo que no era Gerardo. ¿Podría haber una tercera vez?
Un ruido como de crujido leve hizo que dirigiera la mirada al árbol del jardín. Allí estaba el improvisado columpio, formado por una rueda vieja y dos cuerdas. Ella y Gerardo fueron al desguace de coches a buscar la rueda. Pasaron una buena tarde colgando el columpio y probándolo. Recordó las risas, el sudor al calor del verano, y el par de cervezas que se tomaron.

Ahora, evocando todo aquello, le parecía ver la vida de otra persona que no era la suya. Una vez más, le vino a la mente la pregunta terrible, desesperada: 

 "Si Gerardo era mi vida entera ¿Cómo podré vivir sin él?" 
Volvió a sentir el vacío insoportable de la pérdida, al asumir que nunca más podría ser feliz. Era un pensamiento doloroso que no tenía consuelo con nada.

La brisa movía lentamente el columpio haciendo crujir su cuerda al son de péndulo de un reloj primitivo. Emilia sintió que la estaba llamando para montarse en él, y ser una niña de nuevo. "¿Y si fuera cierto?" pensó.

Fue al columpio, se arremangó la combinación hasta los muslos y se montó en la rueda. Empezó a mecerse con pequeños vaivenes al principio, y con más osadía después, como cuando era niña; como cuando la vida, el sol y las nubes eran un todo sencillo.  

Cerró los ojos y notó el aire en su cara. Y cuando llegó a la parte más alta del vaivén, sintió su pelo flotar en los breves instantes en los que la gravedad no existía. Soltó entonces una carcajada. Había encontrado la respuesta a su pregunta desesperada.

Acababa de caer en la cuenta de que cuando era niña, disfrutaba columpiándose y era intensamente feliz. Y entonces, no tenía a Gerardo. 

Ni siquiera sabía que existía...


  
FIN

-Derechos Reservados- 
Foto: Gabino Cisneros


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