EL ESPÍRITU DE LAS COSAS














Las cosas tienen vida propia. Todo el mundo lo sabe. Los objetos antiguos que llegan a nuestras manos, nos dicen cuando los tocamos "he sobrevivido a otras vidas, a otros dueños que vivieron sus propias ilusiones. He estado con ellos y ahora estoy contigo". 
Nadie lo reconoce en público. Pero la mayoría lo acepta en privado. Algún taxista hablando de su coche en un arranque de sinceridad, una mujer con su máquina de coser, un ciclista...todos coinciden que las cosas a las que se les da atención, cuidado y amor, de un modo u otro parecen devolver lo que reciben. Esa es su magia.

Así le hablaba el conductor a su coche, aprovechando la intimidad de la noche en aparcamiento.
— Siempre te he cuidado con esmero, casi como si fueras una persona, y tú siempre me has servido a la perfección. ¿Pero por qué la única vez que te averiaste fue en aquella ocasión; justo cuando más te necesitaba, para estar junto a ella?
"En el fondo, tú querías que me averiara. Tú sabes que ella no era la tuya, y te estaba alejando de tu camino. "

— ¿Pero qué tienes que ver tú con mi vida?
"Tus manos me tocan. Me cuidan. Lo quieras o no, soy una prolongación de ti."


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  Alemania. 1972

El maestro tornero comenzó su último día de trabajo, justo antes de jubilarse, dispuesto a hacer algo especial como despedida tras una vida entera haciendo lápices. Fue hacia la fresadora y desechó la partida de maderas que le habían traído, arrugando la nariz y haciendo un gesto de desconfianza. No era esa la madera que él buscaba para un día como aquel.

Fue al almacén de la fábrica en busca de la mejor madera para su plan, con paso lento a causa de una artritis. La edad quita agilidad en los movimientos, pero en cambio, otorga el saber exactamente qué es lo que uno quiere.

Una vez en el almacén, tras un tiempo de búsqueda al tacto, la encontró. Un bloque de listones de cedro de dos metros cúbicos aproximadamente. Lo marcó con su tiza, y le pidió al joven aprendiz de almacén que llevara aquel lote a su fresadora.

Cuando el chico se alejó con su carretilla elevadora, habiendo dejado su preciada carga junto a la fresadora, el maestro pasó su mano con cuidado por encima de uno de los listones. La mano curtida acarició la madera, deslizándose sobre ella en un acto de respeto, que la madera absorbió. Y como en una ceremonia secreta, el hombre y la materia entraron en comunión.

Después, el maestro se dedicó a calibrar el torno. La semana pasada se hizo de forma programada, pero aún así, él decidió calibrarlo de nuevo, para que las medidas de corte fueran perfectas.
Mientras atornillaba despacio y con cuidado las guías para la madera, su mente también se iba despidiendo de aquella mole de acero fiel, con la que tantas horas había compartido su vida. A continuación, despacio, con plena atención, comenzó a disponer los listones de madera, uno a uno en el cargador de la máquina como si de una oración se tratara. Encendió el motor eléctrico que tenía su misma edad, pero no empezó de inmediato a trabajar. Antes, dejó que alcanzase un tiempo de funcionamiento razonable, para que se estabilizasen las vibraciones. Una vez seguro de todo ello, liberó el cerramiento de seguridad de carga automática. Los listones entraron en el alimentador y empezaron a ser tallados uno tras otro.

La máquina fresadora comenzó a trocear y a dar forma a miles de mitades de cuerpos de lápices de madera, cortados según los deseos de su amo. Y así se mantuvo hasta que una cotidiana sirena sonó. El murmullo de las voces de los hombres se acrecentó, al tiempo que el de las máquinas desapareció. El hombre dejó para siempre su máquina y su trabajo, despidiéndose de ella pasando su mano por encima del grueso metal.

El maestro tornero pasó sus dedos por los surcos en relieve de la leyenda en un costado de la fresadora: Braunschweig, 1916. Y por un momento se imaginó a otro hombre, como él, forjando la mejor máquina fresadora que podía hacer en aquel tiempo, en mitad de la primera guerra mundial, en un caos al que aquel anónimo fundidor debía ser totalmente ajeno mientras cumplía con su trabajo, a juzgar por el resultado de su obra. ¿Oiría bombas caer mientras trabajaba en ella? Aquella máquina también tenía una historia heroica, si pudiera contarla, porque ella fue una de las últimas Braunschweig que se fabricaron, antes de que la fábrica ardiera tras un bombardeo de la aviación inglesa. Leyendas vivas de la perfección de las máquinas alemanas. Entonces, las máquinas se hacían con la intención de durar. De ahí que pronto la fresadora Braunschweig cumpliría sesenta años en servicio, y funcionando como el primer día.

El hombre dio sus últimos pasos abandonando el almacén y una vez en la puerta, se volvió para mirar todo y recordarlo por última vez. 
La enorme máquina se despidió de él, a su vez. Y a su lado, también se despidió un carro de trabajo lleno de miles de cuerpos de lápices perfectos, esperando su ensamblaje. Él contempló satisfecho Su obra. El culmen de su maestría.
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Roberta comenzó su primer día de trabajo como secretaria de una notaría tras acabar sus estudios de piano en el conservatorio. Aún no sabía cómo había llegado a aceptar aquel trabajo tan alejado de su vocación. Bueno, sí: para satisfacer a sus padres. 
Si bien en el verano había trabajado unas horas como profesora de piano, aquello no podía considerarse un trabajo serio. Su madre le aconsejaba con ardor que trabajara en la notaría. Además, siempre podría dedicarse a la música en sus ratos libres.

Roberta callaba. Sí, claro. Los trabajos estaban mal, pero ella soñaba con otra cosa. Quería ser compositora. Quería ir a Londres a hacer un curso de armonía musical, y necesitaba ahorrar dinero para estar un año allí. Pero esto no se lo había dicho a nadie.

Se levantó temprano en su primer día de trabajo, aún cuando era de noche en Jerez. Tomó el autobús hasta la plaza de Esteve, en donde se bajó junto con una nube silenciosa de personas que, lo mismo que ella, se debatían entre la realidad y sus sueños.

La joven pasó andando junto a su querido Teatro Villamarta, y junto al café de los artistas, justo al lado, en donde tantas veces había compartido cafés e ilusiones con sus compañeros del conservatorio. Ahora, recién licenciada como pianista, estaba descubriendo la cara amarga de la realidad, del paro, y de las pocas perspectivas de trabajo.
Pero mientras sus amigos en el café discutían horas y horas sobre ofertas laborales, ella se perdía en su mundo de ensoñaciones secretas. Ella sabía qué quería hacer: ser compositora. Crear música que exprese sentimientos...  

Sin embargo, se cuidaba de decir en voz alta sus sueños, porque en algún sitio había leído que los sueños había que incubarlos y alimentarlos hasta que crecieran lo suficiente como para resistir la incomprensión ajena. Y eso precisamente era lo que ella estaba haciendo. 

Su primer día de trabajo fue como intentar beber agua de manguera de un bombero. Los papeles tenían vida propia: se le apilaban sin descanso en su mesa, se le perdían, y cuando de nuevo eran encontrados tras un ataque de nervios, parecían reírse de ella, dándole a entender que ella no encajaba allí.

Roberta comprendió que se había metido en un mundo que era la antítesis del suyo. Aquel trabajo era una especie de reto de habilidad de concurso televisivo, en el que debía recordar no sólo lo que tenía que hacer- sin olvidar nada-; sino lo que ya había hecho y en qué estado lo dejó. Además, de saber dónde se guarda cada papel. Una secretaria de notaría que pierde documentos, es como un fumador de puros en un barco petrolero. Demasiadas habilidades de circo para un trabajo poco reconocido y un sueldo modesto. Tan distinto a lo que ella quería hacer...

Tras dos despistes primerizos que estuvieron a punto de hacerla llorar, la hora de irse a casa llegó, y aunque sus nuevos compañeros la animaban con condescendencia, ella tenía la certeza de aquello no era lo suyo. 
Caminó por las viejas calles empedradas hasta la parada del autobús, cuando recordó que tenía que comprar papel pautado y lápices, y mirando a un lado y a otro de la calle, reparó en una papelería vieja y descuidada, que manifiestamente había conocido tiempos mejores. Entró dentro y el olor a libro viejo la aturdió. Un anciano con una bata gris de trabajo salió a atenderla.

— Buenas noches -dijo Roberta - Quería un bloc de papel pautado y un par de lápices HB...
El hombre en un andar perezoso se perdió en la trastienda y volvió con el bloc de papel, y con una caja de cartón llena de lápices.

— Señorita, voy a cerrar el negocio por jubilación. Le hago una oferta. Si me compra diez lápices, le regalo la caja entera de cien...
Roberta abrió la boca pero no supo qué decir. Ella no necesitaba tantos, sin embargo el precio era increíble, y además eran de una marca de prestigio. El intenso olor a papel le dio un extraño impulso. Sin saber porqué, aceptó la oferta del anciano. Este hizo girar una manivela de una caja registradora vieja, negra y enorme.
—Disculpe, ¿todavía le funciona esa máquina?
—Por supuesto, señorita. Las cosas que se tratan con cariño nunca se rompen.

Roberta asintió sin discutir. Sólo los viejos hablan así. Esta frase, o parecida, ya la había oído antes en algún sitio ¿De su abuelo, quizás..?.

Cuando llegó a su micro-apartamento se quitó el abrigo, y se echó en la cama. La sensación de angustia que arrastraba de todo el día, seguía estando allí. Sabía que todo estaba mal. Cuando estás en un camino que no es el tuyo, simplemente lo sabes.
Y esa sensación amarga la sentía de un modo cada vez más insistente.

Sintió la impotencia de hacer algo que consumía sus fuerzas y su tiempo, y a la vez la obligaba a seguir porque tenía que pagar el apartamento en el que vivía, y los gastos de cada día...Tal vez estaba siendo demasiado precavida. Podría irse a Londres directamente a hacer su curso, y una vez allí, buscar trabajo. ¿No sería más lógico? Pero a continuación el miedo la vencía. Más vale un pájaro en mano que ciento volando. "¿No había algún refrán que no estuviese en contra mía?" -pensó.-

Sintió su vena de artista apagada y se quedó mirando al techo en la cama durante otro buen rato, hasta que se dio cuenta de que tenía hambre. Así que en dos pasos se puso en su cocina a calentarse un vaso de leche con cereales. Y a continuación, encendió su viejo piano electrónico y lo puso encima de la mesa. Buscó su libreta de papel pautado y un lápiz para empezar. Sacó uno de los lápices de la caja que había comprado. Entonces se fijó en el cartón. Los dibujos, las letras de la caja, eran de estilo antiguo. Volteó la caja y reparó en su base, en donde había un texto ininteligible escrito en alemán. Lo único que se leía bien era el año: 1975. "¡Los  lápices tienen más años que yo..!." Y se dio cuenta de que esa caja había estado acumulando polvo en una estantería desde entonces, "Esperándome a mí desde que fue fabricada" -musitó.

Tras tomarse los cereales, Roberta se puso sus auriculares y comenzó a tocar el piano.

En los primeros veinte minutos los dedicó a desentumecer los dedos, tocando piezas de Chopin, y Rachmaninoff. Fue entroncando partes de melodías sin ton ni son, simplemente buscando solo las partes que le inspiraban. A continuación, poco a poco, sus dedos exploraron acordes no escritos jamás, y empezaron a buscar el ritmo que las sostuviera. Al principio vacilantes, y después con decisión, una nueva música comenzó a aflorar.

Roberta se puso el lápiz en la boca atravesado mientras tocaba el teclado, para ir apuntando compases.
Entonces le vino la sensación, el sabor de la madera del lápiz le evocó a los tiempos de su infancia. No sabría explicar cómo, pero fue una sensación muy vívida. Sintió el calor del sol, la hierba recién cortada y el cielo azul.
Roberta se quitó el lápiz de la boca y lo miró con sorpresa. 

— ¿...Pero qué demonios...?

Volvió a ponérselo en la boca para recordar de nuevo el sabor y las sensaciones. Sus manos engranaron inconscientemente con aquel extraño sentimiento, y empezaron a volar sobre el teclado con una ligereza pasmosa. La misma Roberta no podía creerse que la música que le llegaba a sus auriculares era la misma que sus dedos tocaban, y se sintió tan electrizada que temió no abarcar a escribir sobre el papel toda la música que salía a borbotones de forma natural y fluida. Rápidamente el lápiz empezó a fijar las notas que había oído segundos antes. A continuación se lo ponía atravesado en la boca de nuevo y tocaba otro tramo. Y mientras, inconscientemente saboreaba la madera, que no hacía sino recordar aquel sabor, aquel cielo azul...

Cuando terminó aquel proceso febril de creación eran ya las seis de la mañana, y media libreta de papel pautado estaba escrita. Roberta se metió exhausta en la cama, sabiendo que le quedaban dos horas escasas para salir pitando de nuevo a trabajar. Pero no le importaba; ahora lo tenía claro. Al día siguiente iría a despedirse del trabajo, y a continuación, a Londres con sus ahorros, a hacer el curso de armonía musical. Ya saldría adelante; sólo necesitaba su papel pautado, su caja de lápices, su viejo teclado y su vocación. 

Roberta cerró sus ojos arropándose. Todavía retenía el sabor de la madera del lápiz en la boca. "Esos lápices tienen algo..."
"¿Inspiración? ¿Osadía?" Se dio media vuelta en la cama y se acomodó mejor. Quizás aquello ya no importaba. Ella ya había decidido ser compositora. Mejor dicho. Ya lo era.

FIN


 -Derechos reservados-



Comentarios

  1. Hola Manuel.
    Me encanto, has desplegado de nuevo tu gran imaginación y tu innata sensibilidad.
    Enhorabuena.

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  2. Me ha encantado como todo lo que escribes.

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